Tendría que ser paradójico, pero no lo es. Se instaló como un hecho habitual, inevitable y sin retorno. El sábado en Santa Laura, la mejor ubicación de la tribuna Andes no se podía utilizar porque se instaló ahí una "zona de seguridad" con el objeto de que los mandriles en celo de Colo Colo y los mandriles en celo de Unión Española no rompan la crisma por deporte. En ese mismo partido, la mitad del público de la galería norte no podía ver el partido porque una pareja de papiones se trepó a la reja e instaló ahí un lienzo que reivindicaba la pertenencia a no sé qué barrio perdido en el mapa.
El día anterior, demostrando que la imbecilidad no tiene límites, otro grupo de involucionados, esta vez escondidos bajo una camiseta azul, instalaron un lienzo (¿Qué harían estos tarados sin lienzos?) donde se burlaban groseramente de Raimundo Tupper. Porque, claro, no les bastó la 'mise en scene' de otro cerebro de rémora que la semana anterior se había puesto una máscara del exjugador de Católica.
En la semana, un grupo de ociosos fue a "pedir explicaciones" y exigieron "mojar la camiseta" a la sede de Santiago Wanderers. Y como las que les dieron no les satisfizo, robaron una buena cantidad de equipamiento. Estos "esforzados ciudadanos", luego se fueron a un bar cercano a descansar porque habían quedado agotados. Digo, toda esta maniobra en día de semana, en horario de trabajo. Gente muy ocupada y trabajadora esta.
Una maquilladora de Canal 13 hace pocos días me preguntó si la U jugaba el domingo. Supuse que era hincha azul, pero no, su interés radicaba en que ciertos vecinos, cada vez que juega Universidad de Chile, convierten el barrio en un infierno, acosando y agrediendo a todo el mundo, obligando al entorno a encerrarse por varias horas en sus respectivas casas para no recibir golpes, insultos y amenazas.
Que cada partido requiera cientos de guardias privados y carabineros, que se juegue a mediodía, que las micros no quieran asomarse para los clásicos, que haya que ser cachado en las puertas y las identidades confirmadas por un registro nacional de delincuentes o las entradas compradas con listas de restricciones ya son hechos habituales. Nos acostumbramos al clima beligerante, agresivo y, esto es lo más importante, profundamente estúpido, que se ha construido alrededor del fenómeno cultural del fútbol.
Lo triste es que la ignominia ha sobrepasado la banda de papiones y se ha instalado profundamente en la sociedad. Cuando vemos a alcaldes o autoridades políticas hablando de "zorras" y "madres", de "vertederos" con referencia a un estadio, nos damos cuenta de que todo está perdido. El lenguaje irracional y penitenciario de la barra brava se instaló en todos lados y fue validado. Y ante cualquier enmienda aparecen como orcos los defensores de la llamada "pasión", disculpa multiuso para todos los desmanes y agravios.
Dos de los integrantes de la manada de San Fermín eran ultras del Sevilla. Lo mismo que la manada chilena, los barrabravas que violaron una mujer cerca del metro Ñuble. Vaya coincidencia. Como tampoco lo es que la mayoría de los líderes de estos grupos, los incondicionales a sueldo, los hinchas de sí mismos, tenga antecedentes y condenas por robo con violencia, narcotráfico, agresión u homicidio.
Alguien puede argumentar que los hechos de violencia y los partidos suspendidos por peleas en las gradas han bajado notoriamente. Es verdad, por todo lo expuesto en esta columna: estadios fraccionados, horarios carcelarios, centenares de guardias, registro de antecedentes… pero, y esto es lo más penoso, la normalización de la violencia y la capacidad de adaptarnos, y, de alguna manera, asumirlo. Se incorporó al paisaje, está instalado, parece una parte esencial del todo. Hay quienes creen que el fútbol no puede existir sin esto. Una tragedia.