El malestar que no tiene nombre

Violencia de género
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Después de la II Guerra Mundial, los medios de comunicación daban cuenta de esposas, madres y dueñas de casa felices y exultantes. Incluso algunos de ellos llegaban a insinuar que, al realizar las "labores de su sexo" (expresión que indicaba el trabajo doméstico que ejercían), vivían realizadas, dichosas y que, incluso, el uso de electrodomésticos (una gran novedad en esos años) podían llegar a provocarles orgasmos; oportunos, por otra parte, para predisponerlas favorablemente para la llegada de sus maridos a casa. 



Las elites chilenas están desconcertadas. Si bien tienden a empatizar con el movimiento feminista de las universidades, no saben cómo tomarlo. Parecen no entender bien cuál es el problema de fondo, y cuáles, por tanto, podrían ser las vías para enfrentarlo.

Algunos columnistas —hombres, principalmente— han tendido a caricaturizar el feminismo, reduciéndolo a su peor versión, sin distinguir entre feminismo teórico (sus autoras) y práctico (sus organizaciones), y sin dar cuenta —al menos con alguna profundidad— que el feminismo es —lo ha sido históricamente— un tronco con diversas ramas, en cuyo seno conviven feministas liberales, socialistas, radicales, etc. Esta diversidad ha generado apasionados y enjundiosos debates de lo que, en términos generales, podría llamarse la "cuestión feminista" (ojo, digo feminista y no femenina).

Y quizás en esta diversidad radique no solo la clave para comprender el movimiento, sino también para dar una respuesta a los desafíos que plantea hoy. Probablemente, la fuente de esta búsqueda sea dar con el mínimo común denominador de lo que ha sido históricamente el feminismo. Para alcanzar este objetivo, puede resultar de utilidad referir el trabajo de una mujer que, en la década de los 60, sacudió violentamente la opinión pública de los Estados Unidos al publicar un libro que sigue hoy suscitando discusión en el feminismo teórico. En buena medida, por representar un feminismo liberal, gradualista y (supuestamente) poco revolucionario. Se trata de La mística de la feminidad, publicado por Betty Friedan en 1963. En él, la autora describe lo que denomina "el malestar que no tiene nombre".

Friedan muestra, con lujo de detalles, que el bienestar de las mujeres estadounidenses, durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, era mucho más aparente que real. Los medios de comunicación, especialmente los dirigidos al público femenino, daban cuenta de esposas, madres y dueñas de casa felices y exultantes. Incluso algunos de ellos llegaban a insinuar que, al realizar las "labores de su sexo" (expresión que indicaba el trabajo doméstico que ejercían), vivían realizadas, dichosas y que, incluso, el uso de electrodomésticos (una gran novedad en esos años) podían llegar a provocarles orgasmos; oportunos, por otra parte, para predisponerlas favorablemente para la llegada de sus maridos a casa.

Pero, dice Friedan, después de hacer aseo, lavar, planchar, llevar a los niños al colegio, atender a sus maridos, y acostarse agotadas, las mujeres se preguntaban: "¿Es esto todo?". "Era una inquietud extraña, una sensación, un anhelo que las mujeres padecían a mediados del siglo XX en los Estados Unidos", señala la autora. Las mujeres sabían que su máxima aspiración debía apuntar a ser "femeninas": a ajustarse a los roles que la sociedad les decía que debían cumplir.

Pero ¿en qué consistía, para nuestra escritora, ese "malestar que no tiene nombre"? ¿Y por qué no tenía, en los 60 de los Estados Unidos (y quizás hoy día mismo en Chile), nombre ese malestar? ¿Por qué esa incomodidad no podía designarse con claridad?

Señala Friedan: "A veces algunas mujeres me decían que aquel sentimiento se hacía tan agobiante que salían de casa corriendo y se echaban a andar por las calles". Y otras muchas mujeres concurrían a terapeutas que, cuando notaban en ellas un indicio de disconformidad con sus "labores propias", buscaban "reencaminarlas".

La respuesta de Friedan es que ese "malestar que no tiene nombre" no puede reducirse a meras condiciones materiales de vida, porque se trataba (¿se trata hoy en Chile?) de una incomodidad que se asociaba a una suerte de voz interior: las mujeres querían buscar su propio destino, ser consideradas como individuos y tratadas como seres autónomos y no como meros "complementos" de los hombres.

Y ¿acaso ese afán no refleja la búsqueda de algo que se llama libertad? ¿No tenían las mujeres de los 60, incluso luego de haber accedido al sufragio, el derecho a forjar sus vidas desde sí mismas? El malestar que no tiene nombre es difícil de asir, porque las personas (las elites, algunas "liberales") sigue creyendo que el orden social que conocen es el único natural y posible. Y aunque esta mirada "individualista" del feminismo de Betty Friedan pueda considerarse "burguesa", sí termina siendo revolucionaria, porque una de las cosas a las que se le tiene más miedo en el mundo es a la libertad.

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