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Crítica de cine: el efecto Sherlock

Robert Downey intenta animar al personaje de Conan Doyle en una película a cargo de Guy Ritchie, figura esencial en el artificio ondero contemporáneo. Casi a pesar de la dirección, la cinta se resiste a naufragar.

La nueva película de Guy Ritchie, director cuyos artificios onderos van desde Juegos, trampas y dos armas humeantes hasta Rock'n'Rolla, supuso un giro en su carrera: tuvo que pasar del vacío pop sin rumbo a hacerse cargo de personajes predefinidos por la tradición y la costumbre. Aunque era de esperar que su arsenal de efectos apareciera de todos modos.

En una historia donde intervinieron cinco guionistas, el detective creado por Arthur Conan Doyle es visto desde el arranque como un tipo que se las arregla en la lucha cuerpo a cuerpo, al punto que educa al espectador sobre el arte de golpear a los truhanes gracias a oportunos ralentados de la imagen. Recién iniciada la cinta, Holmes (Robert Downey Jr.) y el doctor Watson (Jude Law) llegan justo a tiempo para evitar la muerte de una mujer por causa del infame Lord Blackwood (Mark Strong), que además de asesino en serie es una especie de mago negro a quien todos temen.

Blackwood es detenido, enjuiciado y colgado. Pero ni la muerte parece detener sus villanías, que comenzarán a adquirir dimensiones globales mientras Scotland Yard chapotea en su propia incompetencia, todo lo cual hace necesario el proverbial talento de Holmes para hacer inferencias a partir de indicios minúsculos. Pero también hace falta que maneje sus habilidades sociales, que acepte que Watson se va a casar y que mantenga a raya sus vicios y obsesiones. O quizá no, y esta es una parte esencial de su encanto.

Pudo ser esta, se dijo ya, una nueva incursión del ex de Madonna en los territorios del efectismo desvergonzado. Pero hay razones para bajarle la espuma a ese chocolate. La primera y central es Downey Jr., que en Iron man había dejado de manifiesto que incluso un blockbuster arrasador puede tener un protagonista con más de una tecla y que ahora, pese a las redundancias y los populismos que definen la puesta en escena, aporta humor, cinismo y un sentido altamente físico de la interpretación. Otro tanto pasa con los roles femeninos y con la propia Londres decimonónica, que hace algo más y mejor que lucir como una postal.

Así las cosas, una propuesta pasada de revoluciones consigue, casi a pesar de sí misma y a la escala del cuentagotas, lo que un producto con acción, misterio y personajes de fuste podría conseguir abundantemente en otro escenario. Es, en lo que a la gran industria concierne aquí y en tantos casos más, el estado del arte.

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