Columna de Óscar Contardo: El arte del simulacro

Muchas cosas han cambiado desde hace un año, sin embargo, en el día a día, hay una continuidad en los actos de simulacro político como gesto recurrente del gobierno.



Hasta hace un año a la fecha, en septiembre de 2019, no existía un “después”. Era el fin de un largo feriado de Fiestas Patrias que había vaciado las grandes ciudades. El año había arrancado con los anuncios de una política educacional, que bajo el nombre de “Aula Segura” brindaba un nuevo enfoque a los problemas de la escuela pública, a contramano de los consejos de los expertos, invocando el sentido común como único argumento. Una tendencia que se sumaba a la lista de simulacros que se transformaría en el sello del segundo gobierno de Piñera: gestos vacíos representados con el aplomo de quien finge una preocupación por algo, pero actúa justamente del modo opuesto a lo prescrito por los hechos y los especialistas. Mensajes contradictorios, como nudos que acaban maniatando la lógica y crispando los debates. Pese a todo, nadie hubiera dicho hasta septiembre de 2019 que eso que estábamos viviendo era un ambiente de irritación generalizada. Lo que cundía era un desgano soso, una resignación que incubaba muchas decepciones.

El gobierno concentraba sus esfuerzos en señalar una y otra vez que los problemas principales del país se resumían en dos fenómenos que tendían a relacionarse, según sus voceros: la delincuencia y la inmigración (un vínculo desmentido según un reciente informe del CEP). Las autoridades insistían en reducir asuntos complejos a soluciones superficiales que presentaban como logros anunciados con fanfarria. Ni las altas tasas de endeudamiento de los hogares, ni el desempleo, ni el impacto de las nuevas tecnologías en el trabajo, ni la sequía en la zona central, ni el cambio climático ocupaban tanto tiempo en los discursos de las autoridades como sí lo colmaban los portonazos, los migrantes latinoamericanos y el régimen de Maduro. En perspectiva, podríamos considerar esa preocupación como una forma de fingir control sobre una agenda vacía para sostener la gestión de un gobierno que no logró concretar sus promesas de campaña. Una oposición desorientada, torpe y anémica permitía que todo ejercicio de prestidigitación luciera real.

La primera respuesta de las autoridades tras el estallido fue intentar un retorno al momento previo, hacer llamados para que el país volviera a ser algo que ya nunca más sería, como si todo se tratara de volver a pintar una fachada. Sólo cuando la reverberación de su propio eco se agotó, comenzó el empeño por establecer un hito que marcara un “después”, un horizonte para encontrar un alivio a la hecatombe; ese hito fue el plebiscito fijado para abril de 2020, el que la epidemia obligó a postergar para octubre próximo. Muchas cosas han cambiado desde hace un año, sin embargo, en el día a día, hay una continuidad en los actos de simulacro político como gesto recurrente del gobierno.

Pasamos de ser el oasis de la región a ser una nación en guerra contra un enemigo organizado, pero invisible; fuimos el país mejor preparado para la epidemia hasta que se derrumbó el castillo de naipes y entramos al listado de las mayores tasas de mortalidad por Covid-19; hubo voluntad política para encabezar el desafío del cambio climático y pavonearse presidiendo la COP-25, hasta que llegó el momento de liderar las negociaciones que acabaron en un fiasco internacional. Ahora, el Presidente menciona la importancia del multilateralismo en su discurso ante la ONU, y a la vez confirma el rechazo de Chile a firmar el Acuerdo de Escazú, un pacto medioambiental impulsado durante el primer gobierno de Sebastián Piñera, que tiene como uno de sus objetivos principales la protección de las comunidades más vulnerables al cambio climático. Nuevamente los argumentos esgrimidos contradicen a los expertos y se refugian en declaraciones ambiguas que parecen disimular una decisión política tomada bajo presiones.

Hace casi un año que nuestra democracia entró en una crisis que aún no se resuelve, el país confía en un proceso que marcará el inicio de un nuevo pacto, un “después” que signifique un encuentro; para lograrlo es necesario que el gobierno considere que su rol debe estar a la altura del desafío, algo más que gestionar una lista agotadora de simulacros que no sólo socava aún más las confianzas en las instituciones, sino que también desnuda la fragilidad de unas ideas que suelen desplegarse frente a la opinión pública como un escaparate para la exhibición de intereses privados.

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