Las consecuencias de una mala ley
A poco más de un mes de promulgada la nueva ley de Educación Superior, ya se comienzan a visualizar los problemas que acarreará en el corto y mediano plazo. Todos quienes estamos relacionados al sector, sabemos y advertimos que esta sería una mala ley; técnicamente mal redactada y concebida, ya que no solo cambió para siempre el sistema, modificando su financiamiento, provocando separaciones de categorías institucionales que tienden a la segregación, disminuyendo la cobertura educacional y, lo más dramático, la calidad.
Personeros de diversos sectores han levantado la voz para plantear la necesidad de revisarla. Esto, debido a que es una ley instrumental, que procura entregarle mayor poder al Estado, disminuyendo la autonomía y libertad de las instituciones. Además, creó una Subsecretaría con grandes poderes, una Superintendencia con atribuciones omnímodas y una institucionalidad preocupada de la calidad con poderes disminuidos.
Cabe señalar que el financiamiento de las instituciones está sujeto a la disponibilidad de recursos anuales del ministro de Hacienda y, por supuesto, a la voluntad política de los gobiernos. Los déficits que acumulan las universidades adscritas a la gratuidad suman más de $68.000 mil millones al año 2018. Y esta cifra, seguirá en aumento.
Debo detenerme en una vital contradicción: mientras el Estado adopta la decisión de sacarle recursos a las instituciones, la educación de calidad es cada vez más cara. Esta es la razón para que los gobiernos en el mundo hayan realizado esfuerzos por encontrar la manera de inyectar mayores recursos a sus universidades y el mecanismo encontrado ha sido el aporte de las familias.
Este año, por un mal diseño, más de 40.000 alumnos perdieron la gratuidad. Los autores de la ley y los congresistas no entendieron que mantener la gratuidad, siempre y cuando el estudiante cumpliera con la duración exacta de la carrera, constituía una irrealidad. Bastaba con revisar la estadística oficial para darse cuenta de esta falta.
El proyecto no hace alusión a la calidad, salvo para modificar la estructura de la actual Comisión Nacional de Acreditación, donde también se cometieron errores de magnitud. Solo un ejemplo: los programas de Doctorados deben estar acreditados, pero hoy 97 de ellos, que equivalen al 36%, no lo están. 66 programas pertenecen a universidades del Consejo de Rectores y 31 a universidades privadas, por lo que se están impartiendo de manera ilegal. En la ley no existe un artículo transitorio que otorgue un plazo para que las universidades se adecuen a esta nueva norma.
Por ello, estamos frente a una mala ley, en cuya elaboración y discusión primó el sesgo ideológico y eslóganes que llevaron a que el clamor colectivo se impusiera por sobre la objetividad y el sentido común.
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