Los efectos de la extendida sequía en Chile
Los estudios disponibles en cuanto a los efectos del llamado cambio climático no son especialmente auspiciosos para el caso de Chile. Aun cuando en el mundo se discute sobre el origen de este fenómeno y las alternativas para impedir que continúe aumentando la temperatura media en el planeta, sus efectos ya se dejan sentir, y para el caso de nuestro país existen varios ejemplos que podrían citarse.
Esta semana es posible que recién se dejen caer las primeras precipitaciones relevantes de la temporada en el valle central, lo que se enmarca dentro de un fenómeno más global que es la megasequía que afecta a la zona central, la cual se extiende ya por espacio de una década. Isla de Pascua ha experimentado una importante disminución de las precipitaciones; se han secado algunas zonas lacustres en algunos puntos del país, el aumento de la temperatura promedio en Talca ha superado a la media mundial, y grandes porciones de hielo antártico han disminuido o sencillamente han desaparecido.
Se estima que cerca del 70% de la población de Chile vive en zonas de sequía o donde la cantidad de lluvia ha disminuido, lo que permite dimensionar el alcance del fenómeno. No parece ser algo pasajero, pues los modelos predictivos que se han elaborado en Chile anticipan que la temperatura media de aquí a 2030 seguirá subiendo -lo hará con mayor intensidad en la zona norte del país-, y el nivel de las cuencas entre Copiapó y Aysén experimentará disminuciones importantes, en algunos casos de hasta 30%.
De la mano vendrán también episodios climáticos más extremos -olas de calor, lluvias fuera de lo usual-, todo lo cual requiere ser asimilado en nuestra discusión pública, pero que hasta ahora parece estar prácticamente ausente dentro de las prioridades que ocupan el quehacer político.
Es fundamental que el país se aboque a discutir de qué manera se deberá manejar un volumen de agua cada vez menor, lo que tiene consecuencias no solo desde el punto de vista del consumo humano, sino también en actividades productivas -agro y minería, entre las más afectadas-, la generación de energía y también desde el punto de vista de salubridad pública, ante la posible aparición de enfermedades más propias de países tropicales.
Nuestra discusión ha tendido a centrarse principalmente en el Código de Aguas y en el supuesto "acaparamiento" del agua, en circunstancias que la discusión debe ser mucho más global. Puesto que previsiblemente habrá menos disponibilidad de agua en distintas zonas del país, es imprescindible que desde las políticas públicas se comience a fomentar mayor conciencia sobre el uso adecuado del recurso hídrico, evitando el despilfarro que hoy nos caracteriza. Los sistemas de riego deberán ser más tecnificados, y aumentar el número de embalses; asimismo, pronto debería analizarse la factibilidad de contar con plantas desalinizadoras, una tecnología que por ahora es costosa y que se ocupa en faenas específicas, pero que a medida que se masifique se hará más accesible.
Las universidades y los centros de estudios deberían tener un rol central en ir desarrollando nuevas tecnologías y en ayudar a predecir los efectos del cambio del clima. Este aporte, sin embargo, no será muy efectivo en tanto la discusión política siga extremadamente centrada en el corto plazo.
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