¿Necesita Chile un Tribunal Constitucional?
Por Tomás de Rementería, abogado e investigador de la Universidad Paris 1 Pantheón-Sorbonne
Hemos sido testigos de una intensa disputa al seno de nuestro Tribunal Constitucional, esto, debido a las acusaciones de su actual presidenta sobre actos que limitarían con la corrupción. Tales hechos y la eventualidad de una nueva Constitución nos llevan a cuestionarnos sobre la necesidad del Tribunal Constitucional.
En efecto, la posibilidad de eliminar el Tribunal Constitucional debe analizarse. En la mayoría de los países no existen cortes constitucionales exclusivas; de hecho, en Latinoamérica, a excepción de Chile, existen solo en Bolivia, Colombia, Ecuador, Guatemala, Republicana Dominicana y Perú. La razón de esta escasez es la función de estos tribunales, que fueron concebidos como árbitros de conflictos verticales en estados federales o en disputas entre poderes en regímenes parlamentarios. En países marcadamente centralistas y presidencialistas, adoptar este sistema debilita al poder judicial, amputándole una de sus principales potestades. En definitiva, el Tribunal no se aviene a la cultura jurídica chilena y latinoamericana.
Adicionalmente, el juez constitucional chileno tiene su origen en la Ley 17.824, que modificó la Constitución de 1925, en el curso de la discusión legislativa fueron citados los ejemplos de Francia, Italia y Alemania; países con sistemas político-institucionales muy diferentes al nuestro. La reforma fue un acuerdo democristiano-nacional que buscaba un tribunal que sirviera de cortafuego ante la eventual elección de un gobierno de izquierda. Como señaló el diputado Camilo Salvo en el curso del debate parlamentario: “Cuando algunos sectores de nuestro país ven que la inquietud social y económica del pueblo se va proyectando en forma organizada, a través de todas sus expresiones, buscan un refugio; y éste lo están encontrando el Partido Demócrata Cristiano y el Partido Nacional en la reforma constitucional”. Ciertamente, el fin de nuestro Tribunal Constitucional fue ser un método de constreñir la soberanía de la ley concebida en el clima de “terror rojo” de los 70. Esta ilegitimidad de origen se vio incrementada por la Constitución de 1980, y reforzada por la actuación del Tribunal durante la dictadura, declarando fuera de la Constitución a personas e ilegalizando partidos políticos.
Desde el 2005, el Tribunal ha tomado una marcada deriva activista, interviniendo directamente en el dominio político al límite de legiferar, demostrando nula capacidad de autolimitación. Usando una técnica interpretativa expansiva que supera con creces lo establecido en la Magna Carta. Las designaciones, de naturaleza partidista y personal, con nulo examen de los candidatos, refuerza este descredito. Conjuntamente, a la endogamia palaciega de los ministros y el mundo de los abogados litigantes incitada por una serie de afinidades personales, profesionales y académicas. Para terminar esta mezcla nociva, el Tribunal no esta sometido a escrutinio alguno.
La nueva institucionalidad no debe exacerbar la dificultad contra mayoritaria inherente a todo sistema de justicia constitucional. Siendo indispensable reforzar al Poder Judicial (considerando el poder de la augusta institución presidencial). Es por eso que el recurso de inaplicabilidad debe volver a la Corte Suprema y eliminar el control previo. El rodaje de los ministros de la Corte Suprema refuerza un carácter menos elitista de la justicia constitucional, disímil al de los académicos o políticos retirados que llegan al actual TC. La idoneidad del máximo tribunal se afirma, asimismo, en el sistema de salas especializadas y la capacidad técnica que ha demostrado su Tercera Sala.
Debemos hacer la reflexión, de si deseamos continuar con una corte elitizada, aislada en su mundo cortesano, o, por el contrario, reforzamos a nuestro Poder Judicial, otorgándole las herramientas para erigirse en el protector de nuestros derechos y garantías fundamentales como contrapeso a un ejecutivo que mundialmente tiende a potenciarse.