Perder una hermana por Covid: “Era mi mejor amiga y nos faltó mucho por vivir”




“El 4 de junio del 2021 el gobierno comunicó la muerte de 98 personas. Una de ellas fue mi hermana mayor María José Barriga, quien partió con tan solo 34 años. Estuvo más de dos semanas hospitalizada, agonizó durante cinco días y finalmente falleció a las 10:15 de la mañana del 3 de junio. Aquí, a modo de homenaje, comparto su historia.

Supe que la Pepa –como le decíamos sus cercanos– se había contagiado de Covid una mañana de mayo, en pleno otoño. Fue mi mamá quien me dijo que José, el marido de mi hermana y médico en el Hospital de Angol, la había contagiado. La sensación de angustia fue inevitable; la Pepa había nacido delicada de salud, con tan solo ocho años había tenido que pasar por una operación de pulmón y con 20 casi cayó en coma producto de una neumonía. Sabíamos que por ser preexistente, el Covid podía ser letal para ella. Además, por su condición de salud y experiencias previas, no se había podido vacunar.

Ese mismo día mi mamá y yo la llamamos y nos contó que estaba tranquila en su casa en Angol y que estaba segura que no pasaría nada. Tres días después, su marido la llevó al hospital y justo antes de eso, hablamos con ella nuevamente. Nos dijimos que nos amábamos y que pronto nos volveríamos a ver. Jamás imaginamos que esa sería la última vez que hablaríamos con ella por teléfono.

El 14 de mayo desperté a eso de las cinco de la mañana para ir al baño y vi a mi mamá llorando. Le pregunté ansiosa que pasaba y me respondió que habían entubado a la Pepa. Se me apretó el corazón y empecé a llorar con ella. Me pregunté si estaría sufriendo, si sentía dolor. Todas esas interrogantes inundaron mi cabeza al mismo tiempo. Al día siguiente nos comunicamos con su marido -quien estuvo a su lado todo el rato- para que nos actualizara. Los minutos se hicieron eternos y los días se nublaron. La incertidumbre sería la protagonista de los próximos días.

Durante cinco días su estado se mantuvo grave, pero tratamos de aferrarnos a cualquier indicio esperanzador. Cuando nos informaron que tenía un hongo en el pulmón caímos destrozadas, pero luego nos avisaron que los exámenes estaban saliendo mejor. Hasta que el sábado 29 de mayo recibimos un llamado que cambiaría todo; no había nada más que hacer. María José estaba muriendo. En ese instante sentí como se me partía el corazón, pero lejos de inhabilitarme, el dolor me movilizó. Fui de inmediato a pedir un permiso de viaje y al día siguiente nos fuimos a Temuco con mi mamá.

Nunca olvidaré los momentos posteriores. Lo primero que hicimos, una vez llegadas al hospital, fue vestirnos como astronautas para poder ingresar a verla. No la veíamos hace un año por la pandemia, y verla así, llena de cables y con los labios hinchados, nos destrozó el corazón. No pude parar de llorar, pero al mirar el monitor, vi que su corazón seguía latiendo. Hasta último minuto pensé que podía sobrevivir. Mi mamá le decía ‘no te vayas, quédate con nosotras’. Yo le tomé la mano y le dije que haríamos todo lo posible por salvarla. Y así fue, durante esos días me moví como nunca para facilitar el proceso de postulación a candidata para la oxigenación por membrana extracorpórea (ECMO, por sus siglas en inglés), pero aun así, no había mucho más que hacer. A esas alturas, y por más que nos doliera asumirlo, lo mejor era despedirse.

En el fondo lo sabíamos, pero nos aferramos a la posibilidad de un milagro. Esa última noche le toqué la espalda y a través de los guantes sentí su transpiración. Tenía fiebre y no había nada que pudiéramos hacer. Yo caí al suelo y el dolor y la impotencia me atravesaron los huesos.

Han pasado seis meses desde su muerte y la extraño todos los días. El lazo con la hermana es un lazo inquebrantable; de esos que realmente forjan y marcan la vida. Ella era mi mejor amiga, cantábamos juntas, carreteabamos juntas, y me cuidó desde el día uno. Fue ella, de hecho, la que le dijo a mis papás, cuando tenía casi seis años, que quería una hermana chica.

Fue ella también, junto a mi mamá, la que me crió luego de que mis papás se separaran. Y con los años se volvió mi pilar; fue mi fuerza, mi inspiración, mi confidente y mi consejera. Me ayudaba a hacer las tareas, a escoger la ropa, le preguntaba cada vez que tenía que tomar una decisión y no pasaba un día que no habláramos por video llamada.

Pensando en retrospectiva, me doy cuenta que nos faltó mucho por vivir, pero que aunque no esté, la siento presente. Ella me sigue acompañando, porque el amor que siento por ella, y que se manifiesta en todos los que la amaron, es más fuerte y trasciende los límites de lo mundano. Nunca he sentido un dolor tan grande, pero también nunca me había sentido tan profundamente agradecida por haber tenido la oportunidad de compartir con ella estos 28 años”.

Macarena Barriga (28) es periodista.

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