Azúcar y cultura
En términos puramente evolutivos, es difícil pensar en "objetivos" más altruistas de nuestro paso por la vida que llegar saludables a edad fértil para reproducirnos y cuidar de nuestra descendencia hasta que puedan valerse por sí mismos. El resto no parece tener una justificación natural clara, ninguna explicación científica consensuada. Los dos procesos fundamentales que realiza la célula, el metabolismo y la reproducción, terminan así reflejándose en nuestros deseos más primarios: la comida y el sexo. Somos similares al resto de los seres vivos que habitan nuestro planeta en estos dos gustos; sin embargo, las estrategias que la evolución puso a nuestra disposición nos transformaron en los reyes de la biósfera. En sus más temibles depredadores. Ese éxito, claro está, vino acompañado de sorprendentes efectos secundarios. De nuestros poderosos cerebros parece haber emergido una tercera vía al deseo, tan poderosa que incluso es capaz de hacernos renunciar a nuestros instintos primarios. Se trata de la cultura.
La cultura es aquello que, para bien o para mal, nos permite disfrutar de un amargo café o una cerveza generosa en lúpulo, a pesar de que instintivamente asociamos lo amargo con lo venenoso (la mayoría de los venenos naturalmente presentes en la naturaleza lo son). Es así como los niños no disfrutan de esas bebidas, pero sí disfrutan de lo dulce: el azúcar los cautiva, ya que sus papilas gustativas detectan la presencia de calorías, energía a disposición de su metabolismo. La cultura puede incluso hacernos renunciar a la reproducción, como en el caso del celibato. Es una fuente interminable de placer, pero también de tragedia, de engaño, de destrucción. Para explicar esta aparente contradicción, Richard Feynman solía citar un proverbio budista: "A cada hombre le es dada la llave de las puertas del cielo. La misma llave abre las del infierno". Feynman se refería al valor de la ciencia, pero la frase puede extenderse a toda la cultura. Toda esa masa heterogénea de conocimientos, costumbres e invenciones, y muy en particular, las joyas de la corona, las ciencias y las artes, nos distinguen de modo ostensible de cualquier otra organización de materia que hayamos encontrado en el universo observable.
Es difícil segregar, clasificar la geografía de esta cultura. Ni siquiera la distinción entre arte y ciencia siempre es clara. Después de todo, las teorías científicas no son descubrimientos, como muchos sostienen. Son invenciones que nacen con la misma libertad que la más inspirada de las sinfonías. En una memorable clase magistral que dictó en 1933 en Londres, Albert Einstein sostuvo que las leyes fundamentales de la física no se pueden deducir racionalmente, sino que eran "invenciones libres de la mente humana, que no admiten justificaciones a priori…". Por supuesto, a distinción de las artes, la ciencia debe, en una segunda etapa, utilizar la razón para obtener conclusiones que puedan ser contrastadas con la experiencia. A pesar de esta subordinación al experimento, es un hecho que las ideas fundamentales que se proponen en ciencia son cada vez más fantásticas, más ajenas al sentido común, precisamente porque intentan describir realidades cada vez más remotas, ya sea por pertenecer a las entrañas microscópicas de la materia, o a las inmensidades inabarcables del cosmos.
Pero no sólo es difícil clasificar la cultura, es además peligroso para su buena salud. En los colegios desde pequeños nos hacen elegir entre planes científicos o humanistas, cuestión que es absolutamente arbitraria. En mi caso, como físico, no me siento más cercano a un bioquímico que a un filósofo. Quizás incluso me siento más cercano a un músico que a los dos anteriores: escucho más música de lo que leo sobre biología, y mis conocimientos musicales, si bien a distancias siderales de cualquier experto, son mayores que los que tengo sobre química orgánica. ¿Quién es entonces responsable de esta arbitraria e irresponsable división de la cultura? Nadie en particular. La cultura se hace sus propias zancadillas.
No es sorpresa entonces que existan hombres y mujeres que se aventuran a cruzar las artificiosas fronteras del conocimiento. El interés, la curiosidad, el amor por la naturaleza y por la belleza, el vértigo hacia el despeñadero de la ignorancia, la excitación ante la página en blanco son comunes a cualquier área de la cultura. Por eso, tampoco es de extrañar que un científico se interese en las artes, como no lo es que un escritor se interese por la física. O un escultor por la historia. No hay muros cuando hay deseo. Lo que generalmente no hay, claro está, es tiempo para hacer con honestidad y prolijidad un buen trabajo en áreas diversas. Einstein mismo era un gran intérprete de violín, le dedicaba muchas horas, incluso ofrecía recitales, pero estaba lejos de la perfección de un profesional. Otros, como Brian May, dejan la astrofísica para dedicar su vida al rock, y luego tardíamente regresan.
La práctica de la ciencia, como la de toda actividad cultural, es más que un oficio. Su principal motor no es el intercambio de bienes, la generación inmediata de valor, sino que la búsqueda de esa tercera vía hacia el placer más sublime. Esta búsqueda es crucial más allá de nuestra cotidianidad laboral, seamos o no seamos profesionales de la cultura. Porque una vida dedicada solo a la maximización de bienes es tristemente infantil: está perdiéndose la mejor parte del universo para quedarse solo con el azúcar.
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