El agotamiento de la agenda educacional




Aunque ha sido escasamente reportado por los medios, la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados ha estado votando estas últimas dos semanas el proyecto de reforma a la Educación Superior. Los temas que movilizaban a los líderes estudiantiles en 2011, que fueron portadas y titulares durante semanas, que el gobierno durante su campaña hizo suyos y que terminaron en la elección de dos diputados que integran dicha comisión, hoy pasan sin pena ni gloria por una tramitación legislativa tan extensa como dispersa y soporífera.

¿Qué pudo haber causado esto? Tres cosas parecen obvias. En primer lugar, técnicamente el proyecto de ley ha sido considerado deficiente por prácticamente la totalidad de los actores del sistema educacional. La Comisión Nacional de Acreditación y el Consejo Nacional de Educación se han manifestado profundamente críticos no solo de la calidad del proyecto sino de su factibilidad práctica. El proyecto resulta utópico hasta en sus provisiones más básicas. Las distintas agrupaciones de universidades también se han manifestado en contra. El proyecto ha terminado siendo tan difícil de defender técnicamente que el rector de la Universidad de Chile, uno de los principales promotores de la reforma, ha limitado su discurso público a acusar a otros de bloquear los cambios. No ha podido defender ninguna virtud del proyecto, más allá del hecho de que existe. La Universidad Católica y el G9 han sido claros en su disconformidad, y se han concentrado en el nuevo frente que el mismo gobierno ha abierto al querer legislar en favor de un trato preferente a las universidades estatales. Lo que sorprende es que las mismas universidades estatales no han demostrado mucho entusiasmo por el proyecto que supuestamente las favorece, haciendo prever una tramitación difícil.

En segundo lugar, el gobierno cometió un error estratégico al adelantar la gratuidad a través de una glosa presupuestaria y disociarla de la reforma a la institucionalidad y la regulación del sector. Las elecciones presidenciales y parlamentarias ya capturaron la agenda de los diputados y la promesa de la gratuidad, más mal que bien, ya se cumplió. Es por eso que el gobierno se ve obligado a "subir las apuestas" cada año, prometiendo incrementar a 60% de los más vulnerables la cobertura de la gratuidad por glosa y así seguir haciendo atractiva su política para las campañas de los legisladores. Esto, con plena conciencia que las instituciones de calidad que han adscrito a la gratuidad tienen déficits financieros que se agravan cada año, y que empeorarán si la promesa presidencial se cumple. Toda la atención, entonces, se ha movido a la Ley de Presupuestos 2018, donde se disputará aisladamente el asunto de la gratuidad, pensando en votos más que en estudiantes.

En tercer lugar, es claro que la próxima etapa de tramitación, el Senado, es un escenario diferente. La discusión volverá a tomar altura, se revisarán principios y visiones, y se deberán buscar soluciones con altura de miras y sentido de realidad a los verdaderos problemas de la educación superior. Y es probable que el proyecto del gobierno se quede corto. La discusión del CAE deberá dejar de ser un puñado de consignas, chantajes políticos y promesas, y habrá que mirar los números. Se deberá sopesar si acaso nuestro sistema de educación superior puede sobrevivir, si lo público se limita a lo estatal, y si el gobierno puede seguir simplemente ignorando a las universidades fuera del CRUCH y sus cientos de miles de estudiantes. No se podrá eludir el déficit financiero de las universidades adscritas a la gratuidad, ni que cada instrumento de financiamiento nuevo que propone el gobierno introduce nuevas discriminaciones arbitrarias. Esperemos que el Senado esté a la altura.

Así, lo que ocurre en la Cámara parece ser solo un juego de luces. Parece que todos se han dado cuenta, menos ellos.

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