Bienvenida la Post-Verdad




«Post-verdad» ya empezó a ser un término de uso común. Nuestra época, caracterizada por ella, nos estaría haciendo testigos de una tragedia: lo verídico, «la verdad», ya no tendría el valor ni la relevancia de antes, y nos estaríamos enfrentando a la amenaza constante de que las ideas falsas moldeen nuestra realidad. Ya no serán los hechos reales, sino que las mentiras ―hechos y promesas falsas― las que moverán opiniones y voluntades e, incluso, a los votantes; mentiras que además conectan con lo que la gente quiere escuchar ―sus sentimientos― en lugar de atenerse a la realidad.  Así, editoriales de los medios más importantes del mundo analizan y lloran la aparición de este fenómeno. Tal fue su alcance que incluso el Diccionario Oxford la clasificó como «palabra del año».

La post-verdad entonces habría llegado para quedarse y la noticia resuena en los medios como si nunca hubiese existido antes; como si los políticos y líderes nunca hubiesen mentido ni manipulado la conciencia de las personas. Sin embargo, ya en el siglo XIX, un célebre novelista sajón escribía, «el deseo es el padre del pensamiento». Robert Darnton, por ejemplo, historiador norteamericano contemporáneo, explica cómo Procopio de Cesarea, historiador bizantino del siglo VI, habría escrito su «Anécdota», solo para calumniar la fama del Emperador Justinano, así como también el poeta Pietro Aretino habría intentado manipular la elección del Papa del año 1522 publicando satíricos e irreales Sonetos que dejaba en la estatua Pasquino. ¡El origen del «pasquín»! Quizás antes las calumnias avanzaban más lento, pero avanzaban y llegaban igual de lejos. El fenómeno actual sería su velocidad, el mismo que habría revolucionado Londres cuando «la producción de recortes con noticias falsas o semi-falsas y comprometedoras llegó a un peak a fines del siglo XVIII, junto con la aparición de los diarios».

Asimismo, sostiene Darnton, en Francia «la circulación de rumores falsos, muchos de ellos a través de canciones y poemas tan cortos como los actuales tweets, llevaron a la caída del Conde de Maurepas como Ministro en abril de 1749 y, con ello, a la total transformación del paisaje político». A pesar de todo esto, creo que sí hay algo novedoso que rescatar del fenómeno actual. Primero, uno lamentable: la violencia retórica y segundo, uno encomiable: por primera vez en mucho tiempo se puede decir que alguien está mintiendo. Desde que se inició del virus de lo «políticamente correcto» a fines de los años 60, decir que un hecho era falso, o que alguien estaba mintiendo, estaba simplemente prohibido. Era un insulto, un acto agresivo. Bastaba con organizar un evento o incluso una «seria» Conferencia Académica para que el anfitrión ―cómo si importase algo serlo― pudiese afirmar lo que «tuviera ganas», ya que estaba seguro de que nadie lo iba a refutar con fuerza y menos lo iban a tratar de mentiroso. Esto cambió y al fin ahora se puede tratar de mentiroso y encarar, y bienvenido sea, a quien «falte a la verdad».

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