Responsabilidad compartida




EL COLAPSO del abastecimiento eléctrico de miles de hogares santiaguinos con la nevazón de julio, agravando condiciones que ya se presentaran con lluvias torrenciales en junio, con una reposición del suministro compleja y excesivamente lenta, enfureció a la población, que crecientemente depende del suministro eléctrico para su vida diaria.

No es claramente aceptable que aún haya clientes sin suministro, a una semana del evento.

Lo sucedido es en parte responsabilidad de las mismas empresas distribuidoras eléctricas, que se vieron sobrepasadas por estos eventos, con una infraestructura que no está preparada para recibir nieve, de más de 30 centímetros en los barrios altos de la ciudad.

La nieve hizo colapsar mecánicamente muchas redes, principalmente por árboles que cayeron, arrastrando redes eléctricas completas. Recorrer las calles del oriente de la ciudad ofrecía vistas de avenidas con enormes árboles en el suelo, arrancados de sus raíces, entremezclados con postes y conductores eléctricos.

Sin embargo, hay que advertir que, dado el esquema de remuneración de las empresas distribuidoras, no es posible pedirles que estén preparadas para responder a un evento extremo como éste, que sucede cada 40 años. Se requerirían muchísimos más recursos que los incorporados en la tarifa para responder ante una condición extrema como ésta. La capacidad de reparar daños, a través de cuadrillas en terreno, queda totalmente superada con una contingencia como ésta, incluso cuando solicitaron cuadrillas de apoyo de otras distribuidoras (se recibió auxilio de CGE y Chilquinta).

Donde sí las empresas distribuidoras respondieron mal, Enel en particular, fue en su muy débil respuesta a sus clientes y la ausencia de información clara y oportuna.

No es justificable que habitantes de Santiago reclamen a la compañía, sus reclamos sean recibidos -aunque no siempre- y no haya habido respuesta en cinco días.

Si se hubiera advertido oportunamente a los clientes de la severidad de los daños y que las reparaciones podrían extenderse en el tiempo, éstos habrían enfrentado mejor la incertidumbre resultante, tomando medidas alternativas ante la severidad de la situación.

Otra falla, aunque no de exclusiva responsabilidad de las distribuidoras, es la de la poda de árboles. Claramente una mejor y oportuna poda en el otoño, junto con la identificación de árboles peligrosos, muy cercanos a la red, ayudaría a limitar el daño.

La poda que en efecto se remunera es muy limitada, no se asignan recursos para prepararse para eventos extremos, tan poco probables. Además, esta materia es responsabilidad compartida con municipalidades y el Ministerio de Obras Públicas (MOP).

Acciones como sacar árboles bajo la red o botar árboles peligrosos son trabajos que no podría ejecutar la distribuidora por su cuenta.

Idealmente se debiera tener, bajo los conductores eléctricos, una franja limpia de unos cinco metros, sin árboles grandes, pero probablemente ni la población ni las municipalidades estarían dispuestas a ello.

Finalmente, soterrar las redes eléctricas completas podría ser una solución, eliminando los posibles impactos en las líneas aéreas, pero esto implicaría aumentar las inversiones en más de cinco veces, con los consecuentes incrementos de tarifas, que no se justifican en una economía como la nuestra.

Soterrar parcialmente la distribución en algunos barrios de la capital se demostró como una solución parcial, y de hecho no evitó cortes de suministros, pues a menudo igual se dañaron los tramos aéreos.

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