A menos de un metro de distancia los ojos grandes de Carolina Tohá (23 años) seguían con intensidad las palabras de Ricardo Lagos (50 años). Era el 25 de abril de 1988 y en el programa “De cara al país” el líder socialista emplazaba por televisión abierta al general Augusto Pinochet.

Tohá –vestida de riguroso blanco- estaba atenta al desafío. Por entonces nadie dudaba que la vicepresidenta de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (Fech), hija del exministro del Interior de Salvador Allende, José Tohá, muerto por torturas en el Hospital Militar, era una estrella en ascenso. Junto a Germán Quintana, presidente de la Fech, había encabezado el paro universitario que provocó el triunfo más grande del movimiento estudiantil de la época: la caída del rector designado José Luis Federici.

La estudiante de Derecho fue la elegida entre los dirigentes estudiantiles para participar del icónico momento. Pero como al resto de su generación la transición a la democracia mantuvo a Tohá como eterna promesa. A menos de un metro de distancia del poder real, tal como aquel día en TV.

La lectura es común: diecisiete años de dictadura militar fue un periodo demasiado largo para los dirigentes –nacidos en los años 30 y los 40- que vieron sus carreras políticas truncadas por el traumático término de la democracia. Basta decir que Patricio Aylwin, presidente de la DC en septiembre de 1973 cuando sobrevino el Golpe, asumió como el primer presidente de la transición en marzo de 1990.

Junto a Aylwin, sus compañeros de generación y de las inmediatamente siguientes, ocuparon la primera línea de los gobiernos y los partidos de la Concertación, una vez recuperada la democracia: ministerios, subsecretarías, jefaturas de las colectividades y también los cupos parlamentarios que se abrieron junto a la reapertura del Congreso fueron destinados a casi los mismos que tensionaron y terminaron por romper la convivencia cívica en la década de los 70.

El gabinete de Aylwin incorporó a dirigentes que cumplieron destacados roles en la Unidad Popular. En La Moneda se instalaron Enrique Krauss (DC), en Interior, quien se desempeñó como diputado hasta 1973; Edgardo Boeninger, en la Secretaría General de la Presidencia, a quien el Golpe de Estado lo sorprendió como rector de la Universidad de Chile, y Enrique Correa (PS), en la Secretaría General de Gobierno, destacado dirigente del MAPU en 1973.

En el Parlamento, en tanto, asumió como presidente del Senado Gabriel Valdés (DC), uno de los líderes más destacados de la oposición a Pinochet y, en la Cámara de Diputados, se eligió como presidente a José Antonio Viera-Gallo (PS), exsubsecretario de Justicia de Salvador Allende.

Y eso es una mirada general.

“Las universidades y los movimientos políticos al interior de ella, fueron un semillero para una de las generaciones más talentosas y respecto de la cual se habían sembrado grandes expectativas”, explica el abogado y analista Jorge Navarrete aludiendo a la generación de dirigentes de la U. de Chile, U. Católica y U. de Concepción que fueron puntal en la recuperación de la democracia.

Pero -al parecer- el poder los sorprendió siendo demasiado jóvenes: ocupados los cargos de primera línea por dirigentes que se habían fogueado durante la Unidad Popular, quienes recién terminaban sus estudios universitarios terminaron como jefes de gabinetes, asesores y ocupando lugares en sectores más tecnocráticos de los gobiernos de la Concertación. Y –la gran mayoría- nunca salió de allí a la espera de que sus superiores se jubilaran.

Dueños de nada

“Nadie se jubila en política”, reflexiona hoy un importante líder de Nuevo Pacto Social (ex Concertación). Así explica por qué la mayoría de los otrora destacados dirigentes estudiantiles de los 80 e incluso de los 90 no lograron –salvo excepciones- ingresar a la primera línea de la toma de decisiones en los gobiernos o partidos del entonces oficialismo.

La lista es larga: Yerko Ljubetic , Sergio Micco, Andrés Lastra, Humberto Burotto, Germán Quintana, Alex Figueroa, Carolina Tohá, Tomás Jocelyn-Holt, Patricio Zapata, Alejandro Navarro, Eduardo Abedrapo, Jorge Navarrete, entre otros.

La jubilación en política que suele ser más bien una imposición que un asunto de voluntad fue una lección aprendida con amargura. Pasó recién ahora con parlamentarios que durante más de tres décadas esparcieron su influencia en el Congreso y que hoy –debido a una ley que impide la reelección ilimitada- quedaron marginados del Congreso: entre ellos, Carlos Montes (PS), Juan Pablo Letelier (PS), Guido Girardi (PPD) y Jorge Pizarro (DC).

“Creo que la generación anterior acaparó las funciones principales durante más de tres décadas relegando a la generación de los 80 a roles secundarios. Adicionalmente fueron formados con un alto concepto de la ‘responsabilidad’ por la estabilidad democrática por lo que su radicalidad fue extirpada tempranamente y, finalmente, por la falta de solidaridad intergeneracional que implicó que el que sobresalía era rápidamente criticado o “bajado” por el resto”, sostiene el hoy convencional Felipe Harboe (PPD).

La primera razón que señala Harboe es recurrente para explicar los roles de segunda línea entre quienes intentaron alcanzar espacios de poder y que explica –a su juicio- la falta de recambio: se alude a que la generación que inició su recorrido político en la UP quedó truncada por el quiebre de la democracia. “Los 17 años de dictadura se los cobraron a la transición”, señala otro miembro de esa generación fallida que llegó a la presidencia de la Fech. “En nuestra época ser joven era un demérito, no como ahora que es una ventaja. Se debía cumplir una suerte de servicio militar: ser candidato a concejal, después a diputado y así...”, comenta el exsenador Fulvio Rossi, presidente de la Feuc en 1993.

Hubo también –en todo caso- falta de rebeldía. Entre los mismos representantes de esa generación coinciden en que les fue transmitido una suerte de trauma: la responsabilidad de cuidar la democracia y no volver a amenazarla. Eso los hizo –de alguna manera- ordenados, reacios a saltarse la fila, disponibles a acatar órdenes.

Hay otros más autoflagelantes. “Atribuir la responsabilidad de la falta del recambio generacional a la dictadura y posterior ‘apernamiento’ de los viejos dirigentes que no habían tenido su oportunidad, es una mala excusa que sólo disfraza las miserias de mi generación (…) Nos faltó hambre y ganas. El poder no se regala o se hereda, sino que se quita y se hurta. Así lo demostró el Frente Amplio, quien terminó de jubilar a los pocos miembros de esta generación que todavía estaban activos”, sentencia Navarrete. Y agrega: “En algún sentido, fuimos hijos de nuestro tiempo. El bienestar personal y profesional pareció más importante que las viejas y temerarias aventuras por el poder. Mucha fría calculadora y poca calentura política. Sin darnos cuenta nos fuimos apagando y burocratizando, al punto que ya había desaparecido por completo ese brillo de nuestros ojos”.

En lo que sí hay una suerte de consenso es en lo que varios denominaron “falta de solidaridad generacional”. “Faltó algo de generosidad en nuestra generación; uno se debía más a los lotes y las tendencias que a la solidaridad etaria”, admite Rossi.

Los intentos fallidos

Sólo se reconocen dos intentos ambiciosos –ambos promovidos por Presidentes de la República- por intentar algo parecido a un recambio en el poder de la ex Concertación. El primero se atribuye a Ricardo Lagos recién en 2001 cuando realizó un comentado y masivo cambio de intendentes cuyo promedio de edad fue de 41 años. Entre las nuevas autoridades estaban Yasna Provoste (Tercera Región, 32 años); Marco Antonio Núñez (Quinta Región, 35 años), Patricio Vallespín (Décima Región, 37 años) y Marcelo Trivelli (Región Metropolitana, 47 años).

El otro fue el segundo gobierno de Michelle Bachelet en 2014 cuando en los dos principales cargos de su equipo ministerial puso a debutantes: Rodrigo Peñailillo (41 años) en Interior y Alberto Arenas (49 años) en Hacienda. No son un misterio los problemas que el equipo liderado por Peñailillo enfrentó. Cercanos al exministro reconocen la actitud hostil de las dirigencias más tradicionales de los partidos entonces oficialistas. Aún más recuerdan una frase que Peñailillo escuchaba a menudo cuando estos mismos dirigentes visitaban su despacho ministerial: “así no se gobierna”.

La apuesta de Bachelet –sin embargo- fue truncada por la irrupción del caso Caval. Acosada por críticas cruzadas y con su popularidad en los niveles más bajos de su trayectoria la entonces Mandataria dio un radical cambio de rumbo a su segunda administración: entre los damnificados estuvo el mismo Peñailillo. Jorge Burgos (DC) asumió como nuevo ministro del Interior. La generación de la transición volvía a la primera línea.