Procesamiento fotográfico en la nube: Cada foto que selecciones se cargará en nuestros servidores para poder procesar la imagen y transformar el rostro.

Suena serio. Pero incluso tras la polémica con que debutó la semana pasada FaceApp, el filtro de retoque que envejece el rostro después de tomarse una selfie con el celular, los que después de leer ese disclaimer habrán desinstalado la aplicación -por temor a que los datos asociados a su reconocimiento facial vayan a parar a manos rusas- serán los menos.

La gente se seguirá sacando selfies. Y buscando direcciones en Google Maps, escuchando música en Spotify, dando likes o posteando en Twitter o Instagram, revisando quién le dio uno (o no), comentando en Facebook, comprando en Amazon, pidiendo un Uber, moviéndose con el GPS activado, reservando una mesa o una habitación, pagando cuentas y dejando una huella digital que dice muchísimo más de la vida de uno que la encuesta presencial más exhaustiva que se haya aplicado.

Los datos no mienten. Los humanos, sí.

El volumen y detalle de la información personal que dejamos disponible (¿quién le va a negar permisos a una aplicación si no puede usarla?) y que se puede cruzar con otras bases de datos (que se compran y venden) ha permitido -a quien posea los recursos, personal y software para acopiarla, interpretarla, clasificarla, empacarla y usarla- microsegmentar consumidores. Y también potenciales electores.

Así como el marketing conoce sus gustos y sabe que a usted, que acaba de googlear un libro, tienen que mostrarle después un banner ofreciéndole otras obras del mismo autor o de temas similares, ¿por qué no usar los datos para saber milimétricamente qué tengo qué decirle para convencerlo de que vote por mí?

El big data parece haberse convertido, en muy pocos años, en el arma más poderosa al alcance de los políticos. Sus virtudes e implicancias son cada vez más debatidos. No hay encuesta ni focus group -Richard Nixon los usó en su campaña de 1968, hace ¡51 años!, aunque segmentando audiencias- que sea tan precisa para identificar, localizar, clasificar y priorizar dónde, cuándo y cómo salir a cazar votos gastando el menor dinero posible. Pero también es controversial por el impacto en los datos personales.

Mis ex datos personales

Como propaganda política, contentarse solo con tener más seguidores, un canal de YouTube o protagonizar debates por redes sociales está atrasada casi una década: así llegó Barack Obama a la Casa Blanca el 2008.

Cuatro años más tarde, cuando éste enfrentó su reelección (2012), las cosas habían cambiado tanto que su jefe de campaña, el talentoso e inescrupuloso Jim Messina, creó una app que millones de simpatizantes de Obama bajaron vía Facebook. Eso le dio acceso a la información de los amigos de ellos y materia prima para una base de datos que le dejó identificar a millones de indecisos a quienes dirigirles propaganda a la medida.

La versión big data de la campaña de Donald Trump -como en su día lo relató Forbes- permitió que sus equipos detectaran una suculenta presa entre quienes veían The Walking Dead, cuando supieron que estaban inquietos por la inmigración: mapearon a esos votantes combinando herramientas de datos y Google Maps, y colocaron propaganda en las pausas de la serie o banners en internet. Claro que hubo otros episodios digitales menos gloriosos en esa saga.

Un ejemplo -acaso el más recurrido- que ayuda a comprender cómo dirigir un mensaje a la medida gracias al microtargeting, es Netflix.

La firma registra todo lo que uno hace en su cuenta: el día, hora y desde dónde vio una película o serie, si la vio completa o en qué parte la dejó, o la abandonó, cuándo pausó o rebobinó. Lo que para uno son recomendaciones, al otro lado del cable son millones de datos de sus suscriptores que se procesan rápida y precisamente. Netflix usa un algoritmo de aprendizaje automático (machine learning algorithm) que mejora y mejora mientras más trabaja. Tras eso, todo un departamento de análisis.

La máquina predice los gustos de sus usuarios (así diseñaron House of Cards). Hay unas 30 millones de versiones personalizadas distintas, según sea el cruce de preferencias. Netflix lo conoce a uno mejor que nadie. La empresa dice que no vende sus datos (perdón, los de sus clientes), pero si lo hiciera (como tantas otras), el perfilado sicológico que ya se puede extraer a partir de la biografía digital que regalamos por ahí se nutriría aún más.

"La convergencia de big data y marketing de consumo ha entregado a los políticos herramientas muy poderosas", escribió la matemática Cathy O'Neil en su bellamente titulado libro Weapons of Math Destruction, muy crítico de esta herramienta y de los temidos algoritmos.

En Estados Unidos y en Europa el uso y abuso ya legó precedentes.

Hace menos de dos semanas (12 de julio), la Comisión Federal de Comercio de Estados Unidos (FTC), aprobó multar con US$5 mil millones a Facebook por violar normas de privacidad por compartir la información de sus usuarios que les había asegurado proteger en el caso Cambridge Analytica. Una consultora política británica especialista en datos que usó los de más de 50 millones de usuarios de Facebook en favor de la campaña de Trump y de los partidarios del Brexit para armar perfiles sicológicos y políticos de los votantes.

El Brexit, que le costó el cargo a dos primeros ministros, David Cameron y Theresa May, ganó el 2016 por casi 3% (51,9% vs 48,1%) tras una campaña en la que se gastaron millones en publicidad dirigida en base a datos personales.

En Chile hay apetito político por el big data, pero aún con dientes de leche. A comienzos del 2000 había incipientes sistemas de geolocalización -hoy rudimentarios- que permitían a candidatos cruzar padrones electorales con bases de datos propias para mapear actividades de campaña. Algunos partidos y alcaldes le sacan provecho, pero en general los parlamentarios apenas usan con variable intensidad sus redes sociales; para varios es un cambio cultural lejano.

Sebastián Piñera recurrió al big data en su última campaña presidencial a través de Instagis, firma que tiene un software de predicción territorial que permitía cruzar RUTs, domicilios, inclinación política y perfil socioeconómico -entre otras variables-, a partir también de la actividad en redes sociales. Los datos se georreferenciaban. RN también la ha contratado.

Distintas pruebas, como la publicación en Facebook de noticias "positivas" respecto de personajes, posibilitaban clasificar a quien clickeaba "me gusta" como adherentes o simpatizantes. Al mapear, se teledirigía el mensaje.

En La Moneda, la Secretaría de Comunicaciones (Secom) tiene un área de Estudios y Big Data. Jorge Selume, su director, creó antes la empresa Artool, enfocada en la recolección y procesamiento de datos para decisiones estratégicas.

Esta selva recién se está regulando. En la Unión Europea rige desde mayo del año pasado el Reglamento General de Protección de Datos.

Acá, donde no ha habido escándalos con el big data y las normas restrictivas vienen con la experiencia, aún no hay leyes que protejan los datos personales (una, la 19.628, data de 1999, cuando en los celulares apenas se podía jugar a la culebra).

Hay proyectos aún en trámite en el Congreso, que dependen de los mismos legisladores que en dos años más habrán de luchar por su reelección, ya sabemos con qué herramientas.

Si estas normas llegan algún día al Diario Oficial, las personas podrán -entre otras medidas- exigir a las empresas que les expliquen de dónde obtuvieron sus datos, rectificarlos si están mal o incluso borrarlos. Si es que alguna vez llegan a saberlo.