Una cuenta propia (lágrimas capturadas en la lluvia): Instagram según Alberto Fuguet
Hoy (al parecer) lo que importa es demostrar que estuviste y que importas y que lo viste y lo viviste. Los políticos deben aceptar posar para selfies con los votantes, lo mismo los cantantes y los escritores.
El principito ingresó, nadie sabe bien cómo, al canon de la autoayuda y el cliché y a lo más pop de la cultura pop con sentencias que hoy parecen por lo menos erradas. Su frase (¿hashtag?) más célebre es lo esencial es invisible a los ojos. ¿Qué? ¿Cómo? No tan rápido, Antoine de Saint Exupery. Y ojo que tu público tiene Instagram y algunos de ellos hasta han sido untados como influencers. Veamos: ¿quieres decir que los ojos no son capaces de captar lo que importa? ¿O la frase infumable va más por el lado que los asuntos importantes trascienden lo visto? Es curioso que el ataque contra los superficiales venga de alguien que entendía el valor de la imagen. Su libro es pura imagen, tiene muchos blancos y espacios vacíos y está ilustrado. Para ser un artefacto tan visual y acaso hashtageable (hashtag es la nueva manera de subrayar, al parecer) es curioso que al aviador francés haya pisado el palito de creer que lo visual es superfluo. No fue el único. El principito quería lo mejor de dos mundos: el literario y el ilustrado. Ser serio y, a la vez, ser epidérmico o fácil o banal (o como tildaban todo lo que no era literario). No nos olvidemos: artes plásticas en el colegio era el ramo inferior, superfluo, una suerte de recreo. El librito, en todo caso, terminó arrasando en lo segundo y siendo despreciado en el primero.
Lo esencial también puede ser visible a los ojos. Y entre eso podemos contar hijos y graduaciones y matrimonios y actores muertos y abuelos y libros y almohadas y madres en le día de la madre y flores en primavera y nieve y cactus y amigos y recitales y bíceps y anteojos y carretes y… ¿Qué es lo esencial para cada uno? Desde siempre cada ser ha querido ilustrar o captar la vida, lo otro, lo que toca o está viviendo. Primero dibujaron y luego llegó la foto. Sin mucho lobby, quizás usando el desprecio como su arma, el poder de lo visual terminó apreciado incluso por aquellos que no conocían la expresión cliché (una imagen vale más que mil palabras) ni habían leído a Susan Sontag. Hoy, con Instagram y su más de un billón de paparazzi personales activos con una cuenta propia (¿acaso no queríamos una habitación propia desde donde crear? ¿qué tipo de cuenta manejaría Virgina Woolf?) queda claro (no cabe duda aunque los que usan la aplicación por cierto dudan) que una foto más un hashtag puede lograr (transmitir, publicitar, comunicar) más de lo esperado. Si todo se puede intentar escribir (poesía, cuento, crónica) acaso no se puede intentar visualizar.
¿Las imágenes captan mejor los afectos? No todos en Instagram son artistas ni todos tiene buen gusto pero hay un gesto de ser artista que respeto. Incluso cuando todo es atroz, obvio, kitsch. Y la idea de compartir me agrada y hasta me apena y la compulsión de registrar me parece en extremo atávico. Capaz que por ahí va el éxito y el poder que está agarrando lo visual (y que ha redefinido como nos acercamos o pensamos la comida, el turismo, el ocio, la idea de familia, el arte, la arquitectura, el deseo, lo sexual, las relaciones de pareja, el flirteo, el diseño, los libros, la fama y la celebridad, la historia, el sentido de la belleza y la estética, el diseño del Metro, ciertos colores del pantone, la idea de la ciudad y así...). IG ha cambiado el diseño de ciudades y los restoranes, los hoteles y la idea del arte interactivo, ha elevado a cineastas y escritores y pintores, ha reprocesado la idea de la naturaleza muerta (los célebres #flatlays or bodegones) no le tiene pánico a la diversidad (aunque sí a lo explícito) y ha puesto en jaque el rol de (al menos) la prensa, los publicistas, los curadores, los gestores culturales, los relacionadores públicos y acaso los críticos. La moda de la moda o de estar a la moda es algo que curiosamente Instagram cuestiona o no abraza. Cada uno, al parecer, tiene su forma de ver el mundo, su estética, su onda. Creer que la aplicación sólo apuesta por la imagen es no querer entender. No es que la imagen lo sea todo (lo superficial) sino es lo que la imagen representa y explicita o revela de uno.
Algunos sostienen que hay dos tipos de sensibilidad: lo instagrameable y lo que no lo es. ¿Será así? Me huele a reunión de pauta de tendencias. IG es más rápido que los trend-setters. Sin duda ha reforzar la idea que toda sensibilidad o forma de mirar es válida. En este micromundo (¿es micro?) importa cómo se mira más que cómo se escribe o piensa. Esto provoca suspicacia pero la hace menos violenta que todo lo ligado a las palabras y las ideas. Artistas olvidados o que no estaban en primera fila están ocupando puestos impensados en el imaginario: desde Caravaggio a Antonioni, de Hockney a Cindy Sherman, de Tom Bianchi a Hitchcock, de Gus Van Sant a Robert Frank. El arte visual (cine, fotos, instalaciones, pintura) está en su mejor momento desde el Renacimiento. Todo el arte raro, inclasificable, hoy arrasa. Artes que fueron dejadas a un lado como la escultura o el graffiti hoy son venerados y fotografiados. El video-arte, en los 80s, fue una petulancia y, con suerte, un chiste; hoy es la regla y la base de todo (sociólogos miren los stories). Warhol ganó por noqueada aunque los 15 minutos ahora capaz que sean 15 segundos y 15 mil likes.
Hasta hace poco la gente no tomaba fotos como parte de la rutina (los excéntricos tíos, quizás). La selfies , por cierto, no existían sino el retrato pagado (que otro te mirara era el trato y la fórmula). Claro: existía el señor en las plazas que tomaba retratos a los niños arriba de burros y, en los estudios privados y comerciales, había artesanos que fotografiaban quinceañeras, debutantes, novias y familias enteras, con un estética entre art-decó y vogue, levemente siúticas, con filtros y luces robadas de la estética de Hollywood. El pueblo, en tanto, desconfiaba del blanco y negro y sus retratos familiares eran coloreados para que fueran más realistas. Capturar una imagen era complicado, requería una cierta técnica, sin luz extra no pasaba nada y todo había que pensarlo tres veces porque si bien el ojo podía ver lo que quería, fotografiar implicaba un costo. Luego llegaron las polaroids (quizás la inspiración de Instagram) y las cámaras de bolsillo y los momentos Kodak y los revelado en una hora. Pero a medida que se fue masificando, la fotografía que importaba era realizada por aquellos que eran untados como artistas. Al parecer, los artistas miraban mejor. Es posible. O quizás no tenían la posibilidad de capturarlo todo. Diane Arbus o Sergio Larraín o Doisneau o Vivian Maier o Mapplethorpe miraban de otra forma. Sin duda. ¿Eran mejores? Capaz que sí. Pero hoy la gente no necesita permiso para mirar a su manera. Tal es así que términos como pudor o vergüenza ajena o kitsch están quedando obsoletos.
¿En qué momento ganó la imagen u obtuvo el poder comunicacional que posee? IG no inventó la imagen ni entendió sus capacidades de persuasión (los nazis llegaron primero de la mano de la estética pre Calvin Klein de Leni Riefenstahl), pero es innegable que logró captar el signo-de-los-tiempos o la necesidad de no tener que expresarse por escrito o acaso pensar o el querer mostrarse (más de eso, pronto) o decirse cosas a la rápida, sin pensarlo tanto, sin tener que articular, pero sí enfocar, encuadrar, inspirarse. Instagram se transformó en la red social "amigable" y menos "tóxica". Facebook post Trump está en aprietos, Twitter es sinónimo de bullying e insulto. Ambas dependen por sobre todo de la palabra. Los más jóvenes nunca han sospechado de lo visual sino, más bien, se sienten algo perdidos con tanta gramática. Y esto es algo fascinante: la nueva forma de pensar, de escribir, de comunicarse que está surgiendo. Un nuevo lenguaje donde importa a veces más la sensación que el verbo.
La mayor crítica hacia Instagram es que es una comunidad de posers, de gente necesitada de atención, de seres ultra emocionales llenos de ansias de cariño y aceptación. ¿Pero acaso eso no es el ser humano en pocas líneas? Un amigo hater me dice: la gente sube lo que quiere, muestra una parte de sí mismo. Pero en eso se parece a la vida y a la forma como siempre la gente se ha mostrado a los pocos que tenían a acceso a ellos: el colegio, la oficina, los vecinos, los parientes. Instagram revela más de lo que estábamos acostumbrados y si no fuera por su insólito puritanismo (pánico a los pezones y los genitales pero fascinación con la piel, los traseros y el Aperol) la gente revelaría aun más. Aquellos incluso que no postean selfies o parejas o hijos terminan revelando mucho. ¿Tanta taza de café, tanto paisaje captado desde el bus, tanta escarcha en el pasto qué revelan de alguien? Ahora se sospecha de los que no tienen RRSS y los acusan de ocultarse.¿Son sicópatas los que esconden algo? O peor: por qué no desean unirse al presente. ¿Acaso es tan importante?
¿No estar en esta red es un tema de edad o cansancio o es protección o no querer ser parte de un Gran Hermano inepto de Silicon Valley o es no querer? Uno elige sus redes como elige sus libros y sus amigos. Conozco gente sin WhatsApp e Instagram, pero con Facebook. ¿Qué dice de ellos? Da lo mismo: todo dice algo ahora. Eso asusta y a la vez libera. Los sicólogos ligados a recursos humanos lo tienen claro: luego de entrevistar a un postulante buscan su IG. Si es privado, dice algo. Si es abierto y sólo hay gatos o galletas o puestas de sol o calzoncillos o sábanas floreadas o selfies en el baño o recitales o pelotas de fútbol también. Quizás porque no cree tanto en las ideas sino en las imágnes (y ahora en los registros, leves documentales de cinema-verité) es que se ha vuelto la aplicación más atractiva. Como un caballo de Troya, ha ido transformándose en algo más. Hoy es la nueva aplicación sexual y de ligue (dime qué fotografías o cómo te fotografías y mándame un DM o mensaje directo privado por interno), pero también compite con WhatsaApp para que dos o tres se comuniquen rápido. Tiene audio y cada vez se puede escribir más, lo que tiene feliz a los poetas (pocos han ganado más que los poetas). Instagram cree que en lo instantáneo (las stories que tienden a moverse y evaporarse en 24 horas) y también en lo que perdura. Un amigo me dice: la gente tiene miedo de postear en Instagram (partiendo por el que sólo sube stories). Instagram sospechó de la palabra escrita hasta que captó que aquellos que no les gusta leer igual les gusta escribir. Hizo match con un par de generaciones criadas con subtítulos o pies de foto o cómics. El público (¿hay un público?, ¿no son acaso usuarios?, ¿quién es el consumidor y quién es el consumido?) de Instagram no odia lo escrito sino lo ve como un buen accesorio. Imagen primero y algo extra, un dato, un hashtag, una línea simpática. Y todo lo extra: filtros, la nostalgia vintage de lo análogo (que va de salida), la hora y la fecha (que en cinco años más ayudará a gatillar la memoria o tener una historia o un nuevo tipo de recuerdo tipo Eterno resplandor de una mente sin recuerdos) y la ubicación (todo sitio es una locación). Creer que Instagram es la vitrina de los necesitados de atención o de aquellos que no tienen filtro (en el sentido sicológico) es no entender el fenómeno (la empresa, el monopolio, el negocio, la adicción) y temerle a la naturaleza humana. Sin duda que es una galería que celebra el narcisimo y los exhibicionistas, pero también admite al que sólo desea compartir o comunicarse con los suyos (qué implica eso hoy: ¿los tuyos? ¿son tus conocidos o los que no te conocen?). También empodera a esa gran mayoría silenciosa que son los que miran, cotillean, sapean, pelan y están solos. Instagram tiene algo de colegio: recibe a los que no tienen vida (los perdedores, los sin vida, los raros) como a los populares. Curiosamente el bullying es más implícito: no ser tomado en cuenta, pocos likes, no tener seguidores, quedarse fuera.
Hoy (al parecer) lo que importa es demostrar que estuviste y que importas y que lo viste y lo viviste. Los políticos deben aceptar posar para selfies con los votantes, lo mismo los cantantes y los escritores. Instagram quizás logra de manera más prosaica lo que Proust intentó hacer: captar la vida en todas sus menudencias y banalidad y momentos de gloria. Una galería de momentos tontos que luego capaz que sean memorias y epifanías y hasta poesía. Rutger Hauer, que murió esta semana (me enteré por unos posteos), lo dijo en Blade Runner: que los momentos no se pierdan en la lluvia. IG le permite a muchos existir y palpitar y guardar su vida frente a todos. Dime lo que miras (lo que fotografías, lo que subes) y te diré de manera bastante certera quien eres. Muchos están quizás sobregirados intentando estrujar los algoritmos para intentar manipular los deseos consumistas. Esto es cierto. Cada like nos delata, pero también nos acerca, aunque sea de lejos, y capaz que nos humaniza. Al parecer la real interactividad no era chatear sino mirar en plural, curiosear, sapear, hurgar, revelar, captar lágrimas en la lluvia y dejarlos posteados para la posterioridad.
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