Una mirada rápida a la política mundial permite darnos cuenta de inmediato de una sensación que está dominando el escenario público: el miedo. Es difícil explicar de otra manera ciertas acciones y reacciones derivadas de los comicios en algunas potencias del orbe, como Estados Unidos y Francia, donde se aprecia un temor, una angustia -real o imaginaria- sobre los futuros posibles.
En el país de Washington y Lincoln, de Roosevelt y Ronald Reagan, de la libertad y la creatividad, el miedo se ha enquistado en las elecciones presidenciales. Por cierto, hay muchas razones para dudar o criticar a Joe Biden y a Donald Trump, puede haber discrepancias respecto de la actuación de republicanos y demócratas en los últimos años e incluso opiniones distintas sobre la falta de apertura del sistema para acoger terceras opciones con posibilidades reales de triunfo presidencial.
Sin embargo, lo que se ha instalado en la discusión pública y en los medios de comunicación es otro tema: es lo que podríamos llamar el doble miedo de los demócratas. Por una parte, una angustia interna, por tener un candidato que perciben incapacitado -sea física o mentalmente- para asumir nuevamente el desafío de ser Presidente de los Estados Unidos (lo que en buena medida se extiende a la actual administración). Por otra parte, porque el resultado del debate presidencial, la subsecuente baja de Biden en las encuestas y el nuevo escenario político pueden facilitar un nuevo triunfo de Trump, personaje al cual detestan y temen. Con esto, se omite una pregunta que se cae de madura: ¿por qué el Partido Demócrata ha sido incapaz de levantar en estos últimos años un liderazgo capaz de ser una alternativa real y sólida a la gastada oferta que supone reiterar la candidatura de Biden? En una sociedad con decenas, sino cientos, de universidades de primera calidad, ciertamente hay algo que está fallando en la formación, generación de liderazgos y renovación generacional.
Lo mismo se puede decir de la patria de la gran revolución de 1789, de Los Miserables y del caso Dreyfuss, hoy nuevamente azotada por las contradicciones y los miedos. No es casualidad que tanto en la primera como en la segunda vuelta de los comicios convocados por el Presidente Emmanuel Macron, casi todo el discurso haya girado en torno a la necesidad de evitar un triunfo de la “extrema derecha”. Tanto el centrista Juntos con la República, como la agrupación de izquierdas y más allá, con el sugerente nombre de Nuevo Frente Popular -el viejo fue iniciativa comunista en la década de 1930 y pretendía “luchar contra el fascismo”-, han concentrado sus dardos en la Agrupación Nacional (el antiguo Frente Nacional), cuyo crecimiento ha sido considerable en los últimos años. Las noticias anuncian un difícil triunfo de la “extrema derecha”, contra la que se vuelcan todos los demonios y las alianzas electorales de ocasión, mientras aparece oculto el debate de ideas y cuesta reconocer las propuestas de izquierdas moderadas o extremas. Lo que manda es el miedo, que evita las preguntas de fondo: ¿cuál fue el fracaso de Macron que llevó a los resultados que tienen a Le Pen y a Bardella en su privilegiado primer lugar electoral? ¿Por qué los franceses –y en otras ocasiones los europeos– están buscando alternativas fuera de las fuerzas tradicionales de “centroizquierda” y “centroderecha”? Con seguridad un continente sobreburocratizado, con pérdida de energías y con una gran historia requiere una segunda lectura.
No está de más mencionar que buena parte del crecimiento de los llamados por la prensa euroescépticos o de extrema derecha en Europa también tienen su raíz en algunos temores, lo que Tzvetan Todorov llamaba “el miedo a los bárbaros”. Es decir, esa mirada distante frente al peligro de la “invasión” de los distintos, los inmigrantes.
En América Latina sucede algo similar. El caso más ilustrativo se puede apreciar en El Salvador, donde una sociedad sumida en el miedo -justificado, con una delincuencia desatada- vio surgir con ilusión a Bukele, que ha tenido éxito en el tema de mayor interés popular, aunque ello significara ceder libertades supuestas por otras más reales. El resultado está lejos de ser una democracia como corresponde, pero hoy quienes tienen miedo son las antiguas pandillas y sus delincuentes, y no la gente común y corriente.
El miedo sirve para justificar muchas cosas. La gente, por miedo, está dispuesta a ceder parte de su libertad para protegerse de diversos males; por miedo se compromete en una causa que de otra manera le sería indiferente; por miedo el Estado es capaz de reprimir más allá de los límites; también las personas se esconden tempranamente en sus casas y algunos funcionarios -jueces, parlamentarios, gobernantes- olvidan sus obligaciones y cometen injusticias o no cumplen sus deberes. En este escenario, el miedo paraliza, desvía la atención y sirve a los antisociales. Quizá por eso los chilenos ubican a Bukele como el gobernante más admirado del continente, con los costos que ello tiene. Cuando se repiten los fracasos propios se tiende a buscar soluciones ajenas.
Volviendo a la política, es evidente que el sentimiento de temor está instalado en la sociedad. “Chile se salvó”, coreaban los partidarios de Sebastián Piñera tras el triunfo de 2017, pero dos años más tarde el miedo se instaló tras la revolución de octubre de 2019, con una creciente “primera línea” y la violencia no sólo extendida sino también justificada. La elección de 2021 tuvo mucho de anti: para evitar a Kast o a Boric. Algo similar se extendió a los dos procesos constituyentes y sigue vigente en estos días. El temor que ha sido parte del anticomunismo histórico es muy ilustrativo de cierta tradición en la política chilena, y lo mismo se puede decir del creciente discurso contra la extrema derecha, que si bien suena torpe y pobre, no cabe duda que tiene algunos seguidores importantes en las izquierdas, aliados en un centrismo angostado e incluso repetidores en derechas que antaño sufrían calificativos similares.
El tema requiere, sin duda, un análisis mayor. Al respecto se han publicado libros, artículos académicos y se han hecho otros tantos análisis. Así como en ocasiones el miedo paraliza a las autoridades, parece claro que logra movilizar a los votantes en muchos lugares, de lo contrario no se utilizaría con tanta reiteración como arma de campaña electoral. Con todo, es necesario analizar el tema en un contexto más amplio: el de la crisis de las democracias contemporáneas, el auge del populismo, la presencia de las redes sociales y la información instantánea y universal. A esto se suma un hecho clave: la posibilidad real de que cambie la correlación de fuerzas políticas de las últimas décadas, tanto en Europa como en Chile. En Europa eso se refleja en la decadencia relativa o amplia de la socialdemocracia y la centroderecha y el auge de los nacionalistas y otras fórmulas que desafían al sistema desde dentro (ciertamente, este tema también merece un análisis más complejo).
En Chile el problema se ha manifestado en la caída progresiva de la centroderecha -hoy Chile Vamos- y de la antigua y hoy fenecida Concertación. Como contrapartida han crecido Republicanos y la coalición representada por el Frente Amplio y el Partido Comunista (solos o con acompañantes). La decisión más fácil e inmediata es utilizar la descalificación del adversario que crece, pero eso resulta no sólo defensivo sino también pobre intelectualmente y, como se ha probado en los últimos años, políticamente fallido. El miedo a Republicanos es visible, como también lo es el temor los comunistas (se extiende este último desde la famosa frase del Manifiesto, “un fantasma recorre Europa”). Sin embargo, a la larga, la vida circula por otras vías y las elecciones pasadas y futuras así lo muestran y lo ilustrarán. Cualquier análisis debería incluir una explicación sobre las causas de la descomposición histórica de la Concertación -fuerza política otrora grande y exitosa- así como evaluar por qué Chile Vamos, tras dos gobiernos propios, se ha transformado en la práctica en una segunda fuerza electoral en las derechas, aunque el futuro esté abierto.
Para tener éxito en política -también para hacer esta actividad más amable y apasionante, más desafiante y con proyección- es necesario transformar los miedos en esperanza, las acusaciones en alternativas y el discurso fácil y descalificador en una propuesta más atractiva y convocante. Los miedos pueden ser un sentimiento y pueden acompañar la acción política, pero la dedicación al servicio público exige convicción y valor, ideas y carácter, capacidad para enfrentar al adversario y ciertamente para derrotar a los fantasmas y los miedos.