La ley integral de violencia de género ha sido objeto de múltiples cuestionamientos. El más relevante se refiere al mandato legal para que los establecimientos educacionales promuevan una “educación no sexista y con igualdad de género”. Éste pondría en peligro el derecho preferente de los padres para educar a sus hijos, así como la libertad de enseñanza, dicen los críticos.
Pero la molestia que aquí se percibe parece tener raíces más profundas. El reclamo no parece venir de padres o educadores que quieran enseñar la superioridad masculina. Tampoco podría hacerlo ya que nadie puede en nombre de la libertad educativa promover la pedofilia, del tráfico de drogas, o la trata de blancas. La Constitución no ampara tampoco a quienes pudieran pretender educar en la subordinación del sexo femenino al masculino.
¿Por qué incomoda entonces el mandato legal? Lo que aquí se teme en realidad, es que éste se utilice para adoctrinar en vez de para formar. En concreto, se teme, por ejemplo, que en nombre de esta norma se persiga enseñar a generaciones completas de niños y niñas chilenas, que reconocer la diferencia sexual o biológica entre hombres y mujeres, o al capitalismo como modelo económico constituyen, por ejemplo, concepciones esencialmente sexistas.
Lamentablemente, la historia reciente no entrega tranquilidad en cuanto a la neutralidad estatal que mínimamente debiese imperar en este tipo de asuntos. El diseño y ejecución de políticas públicas educacionales relevantes (sexualidad, civismo, historia), se ha encomendado de forma reiterada a personeros que militan en los partidos más radicales del espectro político, en vez de optar por profesionales de trayectoria que conciten el respeto transversal de sectores relevantes en materia educativa.
El comportamiento de nuestras autoridades tampoco tranquiliza. Por mucho tiempo, por ejemplo, se criticó que una senadora contraria al aborto hubiera declarado que la mujer en el embarazo “solo presta el cuerpo”. ¿Es eso sexista? Probablemente una gran mayoría (incluso contraria al aborto) podría considerar que sí se trata de una afirmación sexista que ignora e incluso denosta el rol de las madres en la gestación. Pero ¿qué ocurre cuando una expresidenta que regresa al país tras presidir ONU Mujeres, responde que si bien no sabe si volverá a la política activa, no ha retornado para “ponerse a tejer”, ya que estará disponible para “ayudar en cualquier cosa para la que [su] experiencia pueda ser útil”? ¿No es acaso eso sexista y ofensivo? Pero la pregunta es ¿quién decidirá aquello? ¿Un organismo integrado por profesionales expertos en educación, o militantes y activistas que representen a los partidos más extremos del gobierno de turno?
Es de esperar que el legislador pueda en el futuro perfeccionar la norma, que los tribunales la interpreten correctamente, y que las autoridades designen a quienes han de ejecutarla desde el gobierno con responsabilidad. Lo que está en juego es la piedra fundante de la democracia: la libertad de conciencia de niños y niñas que, a diferencia de los adultos que los educan, no son libres de elegir.