No es lo mismo esperar que tener esperanza. La espera está intrínsecamente ligada al transcurso del tiempo, a ese proceso inevitable que las cosas y los eventos necesitan para suceder. Quien espera en una parada de autobús, por ejemplo, no tiene más alternativa que ser paciente hasta que este llegue; nada puede hacer para adelantar su llegada. Como dice el refrán, no por mucho madrugar, amanece más temprano. La espera, en ese contexto, es una actitud pasiva, una aceptación del ritmo natural de los acontecimientos.
La esperanza, en cambio, trasciende la mera espera. Es una fuerza que ensancha el espíritu humano, se trata de una confianza profunda en que lo imposible puede volverse posible, incluso frente a las dificultades o el desaliento. La esperanza no intenta forzar artificialmente el curso de los eventos, sino que aprecia y valora la fecundidad del tiempo con optimismo. Como los frutos del campo, que necesitan su estación para madurar, o como un piñón, que requiere años para convertirse en una robusta y majestuosa araucaria, así también el ser humano necesita tiempo (espera) para crecer, pero sobre todo deseo (esperanza) para alcanzar su plenitud. Un profesional competente no se forma tras unas cuantas lecturas, del mismo modo no se puede acelerar lo que necesita toda una vida para desarrollarse. La maduración exige tiempo: es parte inherente de nuestra condición humana.
En este sentido, la espera puede transformarse en esperanza. Cuando alguien espera que el esfuerzo personal sostenido dé sus frutos en el momento oportuno, y lo hace con alegría y confianza, la espera deja de ser una simple resignación y se convierte en esperanza viva.
El ser humano está profundamente vinculado a la esperanza, al punto que esta se convierte en el motor que nos impulsa hacia adelante. Como decía Viktor Frankl: “El que tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo”. La esperanza no es solo una expectativa pasiva, sino una fuerza activa que nos permite proyectarnos al futuro, dotando de sentido nuestro presente. Imaginemos, por ejemplo, a un niño en la víspera de Navidad. No es simplemente una espera pasiva a que llegue el día; es una experiencia cargada de anticipación, sueños y alegría. El brillo en sus ojos refleja esa esperanza que lo conecta con la posibilidad de lo que está a punto de suceder.
La esperanza, entonces, es como el oxígeno del alma, ese elemento intangible que nos mantiene vivos. Sin ella, nuestra vida pierde color y dirección, como si quedáramos atrapados en un presente estancado, sin posibilidad de avance. Pero cuando esperamos con esperanza, el tiempo parece expandirse, el horizonte se ilumina, y los sueños comienzan a tomar forma.
Sin embargo, la esperanza no consiste únicamente en proyectarse hacia el futuro; también implica una conexión consciente con el presente. Epicuro nos recuerda lo siguiente: “No eches a perder lo que tienes deseando lo que no tienes; recuerda que lo que ahora tienes estuvo una vez entre las cosas que solo esperabas”.