Chile ha experimentado una profunda transformación demográfica en los últimos sesenta años. En la memoria colectiva aún persisten imágenes de familias numerosas, donde abuelos, padres y madres convivían en extensas cadenas familiares, tal como se mostraba en comerciales de televisión como los de la mesa de “Té Club” o las reuniones familiares con el “jugo Zuko”. A principios de los años sesenta, una familia chilena promedio estaba compuesta por 6 o 7 personas, y la tasa de fecundidad era de 4.7 hijos por mujer. Sin embargo, para 2023, el Instituto Nacional de Estadística (INE) reporta que la tasa de fecundidad de las chilenas ha descendido a 1.17, ubicando a Chile como el país con la tasa de fecundidad más baja de América. Como resultado, en el último año se registró el menor número de nacimientos en una década, marcada por una acelerada caída poblacional: mientras en 2014 se registraron 251,011 nacimientos, en 2023 la cifra cayó a 173,920, lo que representa un descenso del 30% en solo diez años.

Este fenómeno demográfico que hoy convoca a expertos para buscar soluciones de emergencia, tiene sus raíces en un proceso de transformación cultural que Chile ha vivido desde mediados del siglo pasado. Las altas tasas de mortalidad materno-infantil (en 1960 morían 120 niños por cada mil nacidos antes de cumplir un año), el crecimiento demográfico (36 nacidos por mil habitantes en 1960) y la necesidad de promover una paternidad responsable coincidieron con los intereses de los salubristas chilenos y los objetivos de los formuladores de políticas demográficas estadounidenses durante la Guerra Fría. Estados Unidos, preocupado por el crecimiento poblacional en el Tercer Mundo y su potencial para generar revueltas socialistas en áreas marginadas, impulsó programas como la “Alianza para el Progreso”, que apoyaron la promoción de la planificación familiar en Chile. El objetivo era convertir a las familias campesinas u obreras numerosas en ciudadanos de urbes civilizadas, capaces de disfrutar los beneficios del desarrollo y la modernidad que traería la paternidad responsable.

En medio de aquel escenario hemisférico que también ocasionó repercusiones en la opinión pública local, el gobierno de Eduardo Frei Montalva en 1965, implementó un plan de políticas para la regulación de la natalidad, coordinado por el Servicio Nacional de Salud. Además del fomento del uso de anticonceptivos, se impulsaron iniciativas de educación colectiva a través de centros de madres y clubes deportivos, así como la ampliación de programas de nutrición, controles de salud para niños y la mejora en la cobertura de agua potable y alcantarillado en áreas urbanas. Estos esfuerzos lograron una drástica reducción en la tasa de natalidad: si en 1960 la tasa de fecundidad era de 4.7 hijos por mujer, en 1975 ya había caído a 3.1, consolidando una tendencia irreversible desde entonces.

Tal como señalamos, el origen o impulso del descenso en la fecundidad chilena se encuentra en la década de 1960, una época de revoluciones, incluida la “revolución de la píldora”, un innovador avance farmacológico que, al ser eficiente en la anticoncepción, generó debates culturales, políticos y religiosos. Los vínculos de las redes de científicos y médicos chilenos con universidades y fundaciones del primer mundo, hicieron que Chile se conectara rápidamente a los adelantos en materia de anticoncepción, y a los efectos colaterales que esto traía en un cambio profundo dentro de la conducta sexual, familiar y cultural de los chilenos. La colaboración entre agencias estadounidenses como USAID, organizaciones chilenas como el Servicio Nacional de Salud, APROFA y la Universidad de Chile, fundaciones internacionales como Rockefeller y podersos laboratorios farmacéuticos (Schering, Syntex, o Searle), consolidaron a Chile como un centro de tecnología anticonceptiva y capacitación en planificación familiar para América Latina y otros países del sur global.

El caso chileno se convirtió en un modelo para otros países de la región. Tanto así que emergieron creadores de tecnología anticonceptiva que usaron el producto nacional estrella: el cobre. Entre 1965 y 1966, el 56.5% de las mujeres que adoptaron métodos anticonceptivos utilizó el dispositivo intrauterino (DIU) y el 28.4% optó por gestágenos orales (píldora). En busca de soluciones de bajo costo, el Dr. Jaime Zipper adaptó el anillo de Grafemberg, hecho con alambres de plata, y descubrió que el cobre ofrecía una mayor efectividad anticonceptiva. El DIU de cobre de Zipper se consolidó como una solución clave para los países en desarrollo, marcando un hito en la historia de la planificación familiar en Chile y en el mundo.

La transformación demográfica de Chile en las últimas seis décadas es un claro reflejo de un proceso de cambio cultural profundo, impulsado por factores tanto internos como externos. Desde la promoción de la planificación familiar en la década de 1960 hasta la adopción de innovaciones anticonceptivas, el país ha pasado de ser una sociedad con familias extensas a una en la que el número de nacimientos ha disminuido drásticamente. Este cambio no sólo responde a avances científicos y políticas públicas, sino también a la evolución de las dinámicas sociales, económicas y culturales que redefinieron el concepto de familia y paternidad en Chile. La regulación de la natalidad está inserta en la idea de “(pos)modernidad a la chilena”. Está presente en el ADN cultural del chileno que se entiende desarrollado. Hoy, el desafío radica en enfrentar las consecuencias de este declive poblacional, reconociendo que las soluciones requerirán no solo medidas inmediatas, sino también una reflexión profunda sobre cómo equilibrar el bienestar social y el crecimiento demográfico en el futuro.