Si vamos a la raíz misma de la palabra solidaridad (in solidum), encontramos que su fundamento es aquello que nos une, que nos cohesiona, que nos hace sólidos como grupo humano o comunidad. La solidaridad no puede, por tanto, reducirse a una pura respuesta sentimental ante el mal de otros, sino que, en concreto exige vivir poniendo voluntariamente y con esfuerzo el foco en lo que nos une y en lo que nos hace bien a todos y cada uno.
Si nos quedamos en el plano puramente emocional, la solidaridad se vuelve inestable e ineficiente; la misma persona de la que me compadezco y ofrezco ayuda solidaria por su condición de inmigrante, por dar un ejemplo, puede volverse, por razones emocionales, en la persona que veo como peligro y de quien debo desconfiar por su misma circunstancia de inmigrante.
Entonces ¿dónde poner el foco como fundamento de la solidaridad? La respuesta no puede ser otra que reconocer teórica y prácticamente la dignidad que todo ser humano detenta, esto es lo más común que poseemos, es el “desde”, el piso mínimo exigido para que se desarrolle la solidaridad, no como tal o cual acción aislada y emocional, sino como una cultura solidaria, el modo de ser de una comunidad que mira a un fin común.
Hoy, más que nunca estamos necesitados de solidaridad, de una firme y constante voluntad por recomponer los lazos que el individualismo ha roto; y que, como todo cambio, debe empezar por una disposición personal, emocional e inteligente a la vez: “seamos nosotros mejores y los tiempos serán mejores” señalaba el sabio de Hipona.