Se han escrito muchas afirmaciones sobre Luis Emilio Recabarren (1876-1924). Que fue el artífice del movimiento proletario chileno durante el primer cuarto del siglo XX. Que cumplió una labor fundamental en la promoción de la prensa obrera. Que fundó partidos políticos clasistas y marxistas (el Obrero Socialista en 1912 y el Comunista una década después). Que realizó una fecunda labor educativa, cultural, propagandística y sindicalista. Que fue un demócrata de tomo y lomo. Que creyó a pie juntillas en la labor parlamentaria. Que admiró la Revolución Bolchevique y el régimen soviético. Y tantas otras cosas más.
Pero hay aspectos de su vida insuficientemente estudiados o bien que se han omitido de las versiones “oficiales” que buscan instalar a Recabarren en el Olimpo de la historia de las clases subalternas, con el objetivo de posicionarlo como un individuo prístino e inmaculado, un ciudadano modélico y un militante revolucionario ejemplar, un “santo secular”, utilizando la expresión de William Sater en su estudio sobre Arturo Prat. Pese a que durante los veinte últimos años se han publicado varios libros (de disímil calidad) sobre Recabarren, los cuales han aportado datos biográficos desconocidos y nuevas perspectivas sobre su trayectoria ideológica y política (heterodoxa, cimental, influyente), hoy sigue siendo un personaje poco conocido en la opinión pública y en las salas de clases. Los avances de la investigación académica durante los últimos decenios no necesariamente se han traducido en un conocimiento más completo (y complejo al mismo tiempo) de quien ha sido considerado el principal activista de la politización obrera durante la Belle époque.
Recabarren fue un actor y testigo privilegiado de su época. Fue el primer dirigente comunista chileno en visitar la Rusia soviética en 1922. Sus impresiones sobre dicha experiencia se publicaron originalmente en varios medios de comunicación y pocos meses después fueron recopiladas en La Rusia obrera y campesina. Algo de lo visto en una visita a Moscú. La edición de este folleto, en junio de 1923, marcó un punto de inflexión en la relación entre comunistas y anarquistas. La opinión de los ácratas sobre Recabarren no fue de las mejores. Lo acusaron de difundir una imagen idealizada de la Rusia leninista, de “engañar” a los obreros chilenos, de inventar un “sofisma” y de propagar “groseras mistificaciones” sobre el régimen bolchevique, entre otras imputaciones. Para los libertarios chilenos, Recabarren simbolizaba el comunismo estatal y autoritario, contrario a la visión anticentralista defendida por los anarcos.
Tal como lo ha demostrado el historiador Jaime Massardo, el “legado” de Recabarren en el mundo comunista chileno transitó por varias etapas con distintos niveles de asimilación y valoración. Fue un proceso no exento de polémicas y tensiones. Se pasó de la hagiografía al escepticismo, la indiferencia y el olvido, para finalmente desembocar en el rescate de su figura durante las últimas décadas.
Como suele ocurrir en todos los individuos, Recabarren tuvo una personalidad contrastante de luces y sombras. Por un lado, empuje, perseverancia y convicciones; por el otro, cavilaciones, dudas, temores e inseguridades. Afligido y sobrepasado por las circunstancias, tomó la decisión más difícil de todas: suicidarse. Este lamentable hecho ocurrió el 19 de diciembre de 1924. Hoy, cien años después de su muerte, Recabarren sigue generando interés en los investigadores. Por cierto, no está dicha la última palabra. Hoy más que nunca se hace necesario revisitar a Recabarren bajo nuevas interrogantes y enfoques de análisis. La labor de los historiadores debe estar dirigida en mostrar a un Recabarren matizado y coloreado, con virtudes y errores, con aciertos y desaciertos. A un Recabarren más humano, en definitiva. A partir de ahí, sin duda, emergerá una mejor comprensión de quien tuvo un rol fundamental en la propagación y difusión del comunismo en Chile.