Cada vez resulta más evidente que el agua no es solo un recurso económico: es también un bien esencial para el desarrollo social, cultural y ambiental. Hoy entendemos que las aguas no cumplen una sola función, sino que permiten la subsistencia, sustentan ecosistemas y soportan actividades productivas. Esta visión más amplia ha impulsado un cambio profundo en nuestra regulación.

Hemos transitado desde una normativa centrada casi exclusivamente en el uso productivo del agua —como lo fue el Código de Aguas de 1981— hacia una legislación más moderna y equilibrada. El actual Código de Aguas de 2022 establece dos pilares fundamentales: priorizar el consumo humano y el saneamiento, y proteger los usos ecosistémicos. Estos principios reflejan una nueva noción de interés público, que pone en el centro la seguridad hídrica, es decir, el acceso al agua en cantidad y calidad suficientes, para todos los usos y bajo criterios de sostenibilidad.

Sin embargo, los desafíos son enormes. Alcanzar la seguridad hídrica requiere enfrentar diversas brechas. Una de ellas es la desigualdad territorial: mientras las zonas urbanas cuentan con mayor infraestructura y acceso al agua potable, en el mundo rural —donde habita al menos el 12,3% de la población chilena (INE, 2017)— este derecho aún no se garantiza plenamente.

Tampoco hemos avanzado lo suficiente en la protección de los ecosistemas acuáticos. La legislación actual carece de incentivos para implementar Soluciones basadas en la Naturaleza (SbN), tanto en los proyectos que se evalúan ambientalmente como en el ordenamiento territorial. Esto impide que, por ejemplo, nuestras ciudades se adapten mejor a eventos extremos como inundaciones o sequías.

Otro aspecto olvidado es la reutilización del agua. Una gran cantidad de aguas servidas tratadas se vierte al mar mediante emisarios submarinos, sin aprovechar su potencial para riego, minería u otros usos, liberando aguas frescas para el consumo humano y los usos ambientales. Paradójicamente, estas aguas vertidas en fuentes continentales ya son reutilizadas —aunque de manera no planificada— por agricultores ubicados aguas abajo de las plantas de tratamiento.

La seguridad hídrica no es solo un concepto técnico, es una condición indispensable para el bienestar de la población, la resiliencia frente al cambio climático y el desarrollo sustentable. Avanzar en la gestión sostenible de las aguas constituye un desafío global, pero también local. En este sentido, la regulación nacional debe propender a crear las condiciones para que las aguas efectivamente sean aprovechadas eficientemente, pero también equitativamente.

En la actualidad hemos tomado conciencia de que el agua está indisolublemente ligada al desarrollo económico, pero también al progreso social y cultural de la comunidad. Y esto no es menor, puesto que de una dimensión unidireccional (la productiva) nos hemos abierto a considerar la polifuncionalidad de las aguas (funciones de subsistencia, de preservación y productivas).

En este sentido, hemos constatado un cambio de paradigma en la regulación de las aguas. De una normativa eminentemente productiva (Código de Aguas de 1981) hemos transitado a una legislación que se sostiene sobre dos bases esenciales: la priorización del uso de las aguas para el consumo humano y el saneamiento y la protección de los usosecosistémicos de las aguas (Código de Aguas de 2022). Ambos pilares se incardinan en el interés público para el otorgamiento y la limitación de los derechos de aprovechamiento, el cual, a su vez, es el reflejo más prístino de la seguridad hídrica.

Sin perjuicio de lo anterior, existen enormes brechas para alcanzar la seguridad hídrica, es decir, el acceso al agua en cantidad y calidad para los diversos usos en que ésta se emplea (subsistencia, ambientales y productivos), bajo una consideración de cuenca, precaviendo eventos extremos (sequías e inundaciones) y evitando su contaminación.

Por un lado, debemos observar que el acceso al agua potable y al saneamiento no es idéntico en zonas urbanas y rurales. Hay una inequidad hídrica en el ejercicio de este derecho garantizado en el bloque de constitucionalidad, al menos, para un 12,3% de la población chilena que vive en la ruralidad (INE, 2017). En cuanto a los usos ecosistémicos, la legislación ha sido tardía e ineficiente. Hoy por hoy, no existen incentivos en la normativa para utilizar soluciones basadas en la naturaleza (SbN). En este sentido los titulares de actividades o proyectos que se someten al Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA) no tienen ningún incentivo para incorporar en las medidas de mitigación, reparación o compensación SbN.

Asimismo, la normativa relativa al ordenamiento territorial carece de herramientas que fomenten las SbN en la urbanización de los territorios, lo que claramente incide en los efectos de los eventos extremos en las ciudades.

Por último, un gran desafío es la reutilización de las aguas residuales (AST) que se arrojan al mar a través de emisarios submarinos. Lo anterior, teniendo en consideración que las aguas servidas tratadas que se vierten en cauces naturales son actualmente reutilizadas no planificadamente por los agricultores que se ubican bajo los puntos de descarga de las plantas de tratamiento.

Por Tatiana Celume, Académica investigadora Facultad de Derecho y Ciencias Sociales Universidad San Sebastián