Columna de Hugo Lavados y Eduardo Fuentes: En defensa de los egresados

Hugo Lavados USS

Hace 30 años, alcanzar la educación superior no era una expectativa para familias de menores ingresos. Eso se ha transformado (con políticas como el CAE y gratuidad) en una real posibilidad. ¿Es negativo ese proceso?

Pablo Ortúzar, en su libro Sueños de cartón, se refiere al CAE como “una de las políticas públicas más destructivas de nuestra historia”. En su opinión, la masificación universitaria ha producido una “inflación” de títulos: así como un producto pierde valor al ser sobreabundante, los títulos universitarios también lo han perdido.

Ahora bien, los títulos no son un producto cualquiera. Es una analogía engañosa. Ellos habilitan para ejercer ciertas actividades. Al obtener un título, se tiene una señal de que posees capacidades relevantes. Si esa señal es errónea —si realmente fue regalado en lugar de haberlo ganado—, entonces se pierde la confianza en ese título como certificación. Eso toma tiempo, pero llega.

Es cierto que la educación en general tiene problemas en la demanda y en la oferta: existen asimetrías de información, y las decisiones equivocadas son muy costosas, por lo largo del ciclo productivo. Pero, por eso mismo, el sistema ha incorporado mecanismos para garantizar calidad en la formación y antecedentes para las decisiones: La acreditación institu-cional por la CNA, y el SIES, por nombrar algunas.

Tampoco es justo criticar las políticas de masificación universitaria apelando al desajuste existente entre las habilidades y capacidades de los egresados y el mercado laboral. Es imposible predecir esos requerimientos en un contexto de rápidos cambios tecnológicos. Por el contrario, lo que se debe hacer es flexibilizar los programas académicos, tal como lo hacen en Europa, pero que, en Chile ha sido difícil de implementar debido a la cultura de ingresar a carreras definidas desde el primer año.

La masificación universitaria ha entregado títulos reales beneficiando a cientos de miles de personas. Ha mejorado las condiciones materiales de muchos miles. ¿Pero, y la frustración por los ingresos por debajo de las expectativas? Es evidente que un egresado en 2024 no puede descansar en su título como uno de 1995, pero se equivocan al concluir que eso significa que los títulos sean “de cartón”.

Como bien apunta Loreto Cox, es obvio que los sueldos disminuyen cuando hay más oferta de titulados; hay más personas que el mercado puede detectar capacitadas para ejercer esas labores. He aquí el meollo del asunto: El incumplimiento de expectativas ancladas en el Chile de an-taño, donde sólo una pequeña élite estudiaba en la universidad, no es un defecto del sistema sino sólo un -importante- dato de la causa. Cumplir esas expectativas implicaría mantener un sistema donde sólo unos pocos pueden decirle al mercado “yo también puedo hacer ese trabajo”. Hacerse cargo de la frustración -suponiendo que exista a nivel general, y del modo en que críticos de todo el espectro político plantean-, no implica juzgar que sería mejor que las cosas se quedaran como antes. Hemos de trabajar para que las expectativas de los egresados sean más realistas, pero eso no significa añorar el Chile de la educación para pocos.

Un contrafactual es un Chile sin crecimiento de la matrícula universitaria, donde los títulos garantizan un enorme retorno salarial, pero sólo a unos pocos. ¿No habría también allí frustración de los más pobres? ¿no habría sido ese escenario más opuesto a una democracia robusta? ¿habría sido ese Chile una fuente todavía mayor de frustración para aquellos que des-pués “de los doce juegos” sólo les quedaba la opción de seguir pateando piedras? La pregunta que sigue esperando respuesta es qué habrían he-cho esas personas sin entrar a la educación superior, y si tendrían mejores o peores condiciones de vida.

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