Inteligencia Artificial es quizás el concepto más citado en el último año y que muchas veces limitamos al espectro de la tecnología e innovación, apartando el debate de áreas como las humanidades, la ética y los derechos humanos.
En términos fundamentales, la Inteligencia Artificial implica el procesamiento algorítmico y automatizado de datos. Sin embargo, no es inteligencia como lo es la inteligencia humana porque en ella confluyen elementos subjetivos que nunca podrá conseguir un análisis computacional como el criterio, la intuición y la empatía, como tampoco la responsabilidad ética implicada en nuestras decisiones.
Solo podría equipararse la inteligencia artificial a la nuestra si consideramos la inteligencia humana como un proceso donde no interviene nada más que la lógica de los algoritmos. Pero la belleza que hay en la literatura y el arte, las verdades que se comprenden a partir del pensamiento filosófico y el aprendizaje en perspectiva que nos ofrece la historia no resultan simplemente de un procesamiento de datos.
Asumir la Inteligencia Artificial como una alternativa equivalente a la inteligencia humana es en gran medida lo que está provocando pánico, rechazo y aprehensión respecto a las nuevas tecnologías. Por el contrario, comprenderlas como una creación humana inferior a nuestras capacidades y que está al servicio de nuestras necesidades nos permite asumir y conducir los cambios de la mano de la riqueza y sabiduría que acumula la tradición humanística.
Lo importante, entonces, es concebir el desarrollo tecnológico como ha sido para la humanidad el desarrollo técnico: no como un valor por sí mismo, sino como un medio para conseguir los fines propios del ser humano. Que el tiempo ganado con la eficiencia que nos regala la Inteligencia Artificial se ocupe en aquello que nos define como seres humanos y que la arremetida de los medios tecnológicos nos permita reflexionar sobre nuestra humanidad y valorar lo que es irreemplazablemente humano.