La lectura transversal es que en Chile no se puede gobernar. El gobierno anterior no pudo, este gobierno no puede, y probablemente el que vendrá tampoco podrá.
Para explicar la naturaleza del mal se han ofrecido dos diagnósticos.
Para algunos, tiene que ver con problemas de representación. La falta de gobernabilidad se explicaría por la falta de vínculos entre los representantes y los representados, lo que, como mecanismo causal, habría llevado a profundizar la brecha entre la elite y la ciudadanía. La falta de representantes ya sea en número como en tipo les ha impedido a las personas, y a los grupos de personas, exponer sus prioridades y demandas ante quienes toman las decisiones.
Para otros, el origen del mal tiene que ver con la fragmentación partidaria. En esta versión, la razón que explicaría la dificultad para gobernar tendría que ver con el exceso de coaliciones y partidos políticos tomando decisiones. La plétora de tradiciones, visiones y compromisos que tiene la multitud de colectivos que está en el poder estaría generando sendos problemas de coordinación y disciplina, lo que a su vez estaría impidiendo o restringiendo la generación de acuerdos.
El problema de estos dos diagnósticos es que son contradictorios. El modo en que se resuelven problemas de representación es opuesto al modo en que se resuelven problemas de fragmentación.
Para resolver lo primero se necesita aumentar el número de cupos para representantes populares. Si el objetivo es mejorar el vínculo entre representados y representantes, es primordial aumentar el número de lazos, así como también adoptar medidas que permitan mejorar la calidad de esos lazos, con mecanismos como las cuotas y los escaños reservados. Últimamente, significa aumentar el número de partidos.
Para resolver los problemas de fragmentación, en cambio, se requiere todo lo contrario—reducir el número de escaños. Si el número de partidos es excesivo, la forma más eficiente y menos invasiva de disminuirlo es eliminando los incentivos de constitución y sobrevivencia. Y mientras se puede hacer algo similar mediante umbrales de votación o suma de escaños, es siempre más limpio y transparente regular a la entrada que castigar a la salida.
Por todo esto, y a pesar de que el Presidente ya ha mandatado al ministro Elizalde a encontrar una solución, la prospectiva de que se pueda diseñar una reforma útil para hacerse cargo del mal de fondo es, en el mejor de los casos, sombrío.
Es necesario aplazar la reforma al sistema político. Avanzar ahora obligaría concretar un acuerdo artificial, que por incluir lo posible y dejar fuera lo necesario, podría agravar el problema en vez de resolverlo.
Por lo demás, no están las condiciones contextuales. Chile se apresta a entrar en un nuevo macrociclo electoral, donde en el marco de un año se elegirán 3,093 personas, incluyendo 16 gobernadores, 302 consejeros regionales, 345 alcaldes, 2,252 concejales, 23 senadores y 155 diputados.
Es obvio que en este escenario los intereses de corto plazo tomarán precedencia por sobre los de largo alcance.
La responsabilidad de reformar el sistema político le corresponde al próximo gobierno, que con visión de largo plazo y sin la presión de lo inmediato, tendrá más y mejor capacidad para conducir e implementar una reforma tan importante.
Si nada más, aplazar el debate permitiría empoderar a los candidatos presidenciales de 2025 a dar a conocer sus propios diagnósticos y propuestas de reforma en la campaña, y así, últimamente darles a las personas para que con su voto se pronuncien sobre la naturaleza del problema y la mejor forma de resolverlo.