Leonard Cohen: las huellas del padrino de la melancolía

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El canadiense, uno de los artistas más enigmáticos y originales del último siglo, falleció el lunes pasado, dejando un legado fundamental para diversas generaciones de cantautores.


El mismo día en que la Academia Sueca anunció a Bob Dylan como ganador del Nobel, abriendo por primera vez la puerta del mayor título literario al mundo de la música, diversas voces proclamaron de inmediato a Leonard Cohen como candidato natural para suceder al estadounidense en dicho honor. Una campaña espontánea que no sólo respondió a la frágil salud de Cohen, quien antes de su muerte, ocurrida el lunes pasado en su casa de Los Angeles y por motivos aún no informados, ya había dado pistas de su estado en entrevistas recientes y en un último disco (You want it darker) con aroma a despedida. Sobre todo, se trató de un acto de justicia de parte de los seguidores del canadiense, que si bien nunca alcanzó la relevancia de su colega neoyorquino en la cultura popular, para muchos siempre fue el gran ícono de la cantautoría norteamericana del último siglo.

La carrera del solista nacido en Montreal no fue particularmente exitosa en términos comerciales, pero su trascendencia es ineludible. En medio siglo de actividad musical, iniciadas con aquel fundamental disco debut de 1967 (Songs of Leonard Cohen), compuso algunas de las canciones de amor más sobrecogedoras y versionadas de las últimas décadas, como Suzanne y Hallelujah. Su profunda voz y enigmática impronta le dieron status de leyenda viviente, y sus composiciones, que no parecen adscribir a ningún género musical previo, impactaron en diversas generaciones de artistas.

Esa singularidad quedó de manifiesto desde el comienzo: a diferencia de precoces estrellas coetáneas, Cohen se estrenó como cantautor después de los 30 años, tras más una década consagrada a la poesía y la narrativa en la que cosechó reseñas favorables pero escasos réditos financieros. Según se consigna en Soy tu hombre, la completa biografía que Sylvie Simmons escribió sobre el canadiense, ésta habría sido la razón que lo llevó a volver a tomar la guitarra que había aprendido a tocar cuando niño, además de un escaso sentido de pertenencia al mundo literario.

"Siempre me he sentido muy distinto de los otros poetas que he conocido, cierran muchas puertas. Siempre me he sentido más a gusto con los músicos", declaraba Cohen a Village Voice en los albores de su carrera solista, dejando en claro las bases de su trabajo: "No veo ninguna diferencia entre un poema y una canción", aseguró entonces.

Esa doble militancia, sumado a su escaso apego a los cánones de la estrella musical, convirtieron a Cohen en una figura única, protagonista de episodios singulares. Como el show que ofreció en Israel en 1972, donde decidió abandonar el escenario tras revelarle al público: "No estoy sintiendo las canciones y creo que los estoy engañando", para luego volver a cantar entre lágrimas, suyas y de la audiencia.

Amor y odio

Su espíritu nómade e intermitente definió buena parte de la carrera del canadiense. Luego de sus estudios universitarios en Nueva York, en 1960 se instaló en la isla griega de Hydra, donde encontró su voz como autor y conoció a su gran musa, la noruega Marianne Ihlen, inspiradora de una de sus más bellas composiciones (So long, Marianne) y a quien le escribió una sentida carta de despedida en julio pasado, que ella leyó días antes de su muerte a causa de una leucemia.

Su regreso a Estados Unidos, cinco años después, también fue vital para su despegue. En la Gran Manzana coincidió con los años de esplendor de Andy Warhol y The Velvet Underground, con la escena folk encabezada entonces por Bob Dylan y con otros dos personajes clave en sus inicios: la cantautora Judy Collins, que grabó piezas de él y lo motivó a dar su primer gran concierto – en el Newport Folk Festival de 1967- y el productor John Hammond, una leyenda de la industria que lo llevó a grabar su álbum debut.

En paralelo a la consolidación de su propuesta, con célebres álbumes como Songs from a room (1969), Songs of love and hate (1971) y I'm your man (1988) -cuyas canciones sombrías y arreglos mínimos le valieron el mote de "Padrino de la melancolía"-, Cohen lidiaba contra el alcohol, la depresión y otros fantasmas que en los 90 lo llevaron a recluirse por varios años en un monasterio budista. La estafa que sufrió de manos de su ex manager, que lo dejó prácticamente en bancarrota, lo obligaron a volver a los discos y a las giras.

Un renacer artístico que no sólo llevó al músico a reencontrarse con los elogios de la crítica -principalmente con Popular problems (2014)-, sino también con una nueva audiencia que vio en el canadiense a una suerte de gurú, capaz de repletar los mayores festivales del planeta con espectáculos memorables, como el de Coachella en 2009.

En ese sentido, su influjo trascendió fronteras y generaciones. Ya a comienzos de los 90 Kurt Cobain citaba al canadiense en un tema de Nirvana (Pennyroyal tea), y en Chile, artistas como Jorge González y Gepe han grabado sus canciones y reconocido la influencia de su trabajo. Uno que, en palabras del propio Cohen, siempre surgió de forma simple: "Sencillamente tocando la guitarra a diario y cantando hasta que me hago llorar a mí mismo, hasta que siento un pequeño nudo en la garganta".

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