Cuando se estrenó la película Slumdog millionaire se masificó el término "pornomiseria" para referirse a aquellas producciones que se regocijan en fotografiar la más abyecta pobreza con el objetivo de potenciar el impacto estético y emocional. En rigor, la "pornomiseria" ha existido siempre, pero la película ganadora de ocho Oscar dirigida por Danny Boyle llevó las cosas a un nivel superior de aplicación y esfuerzo. Los personajes literalmente vivían entre la chatarra y los deshechos humanos, buscando la salida a su triste realidad en un concurso televisivo de alcances planetarios. La cinta funcionó, ganó todo los premios posibles y hoy, como corresponde, nadie se acuerda mucho de ella.

La llegada de Un camino a casa a los cines locales pone al espectador con la defensa alta: no vaya a ser que estemos otra vez frente a la última versión de la poesía de la indigencia. Protagonizada por Dev Patel, el mismo actor de Slumdog millionaire, y co-estelarizada por Nicole Kidman, la producción financiada por The Weinstein Company luce en el papel como una pariente cercana del largometraje de 2008. Afortunadamente todas las comparaciones sólo acaban en el papel y, a la larga, Un camino a casa es una película bastante más atenta a ciertos detalles emocionales y a la construcción de personajes. La historia es triste como un tango, pero el realizador Garth Davis se encarga de ir amortiguando cada pasaje y cada vuelta dramática para que todo luzca más auténtico y menos efectista de lo que la tentación narrativa ofrece.

Basada en un caso real, todo parte en 1986 en Khandwa, un poblado del centro de la India donde dos hermanos le ayudan a su madre como pueden en la diaria tarea de alimentarse, vestirse y vivir bajo las más duras condiciones de la estrechez económica. Los chicos son Guddu y Saroo: a veces roban frutas, otras se arriman a los trenes en busca de carbón y, si tienen suerte, transan lo que poseen por leche y alimentos. Su hermana menor necesita víveres y la madre debe estar con relativa buena salud para amamantarla.

El viraje dickensiano de Un camino a casa (en inglés la cinta se llama Lion, aludiendo al nombre del protagonista) ataca primero cuando Saroo pierde de vista a su hermano en una estación de tren. Luego, vuelve a arremeter cuando se queda dormido en un vagón y despierta cientos de kilómetros más hacia el oeste, en un territorio donde ni siquiera hablan su lengua (el hindi) y donde primero lo captura un traficante de niños y luego lo intercepta la policía. La historia que viene será la de la adopción de Saroo por una abnegada pareja de australianos (Kidman y David Wenham) y a esas alturas el chico será interpretado por Dev Patel. Aquí todo se mueve entre otras voces y otros ámbitos, pero desde lejos, a la distancia, Saroo cree escuchar el llamado de la cuna. Esta no es una gran película, pero al menos es el trabajo de un director que tuvo la discreción de no exprimir el limón hasta la cáscara. Hay lágrimas que a veces sobran en la cocina.