Conocí al Ángel en la primera reunión que tuvimos en Carmen 340 para examinar el proyecto de creación de una Peña musical. Eso tiene que haber sido allá por abril de 1965. Ángel venía llegando de Europa y vestía unos rutilantes pantalones de cuero negro y una corbata de color solferino. La última vez que lo vi nos encontrábamos sobre el escenario del Teatro Municipal de Valparaíso, el acababa de cantar y yo subí a hacerlo. La sala estaba repleta de músicos y de público, estábamos juntando dinero para el Payo Grondona, que se hallaba a patadas con los piojos en alguna clínica de la Quinta Región.
La Peña comenzó sus actividades en abril del 65. Hacia fines de año aparecieron dos nuevos protagonistas. La entrada del primero —Víctor Jara—, fue sometida a votación, pues funcionábamos como una cooperativa, que integraban Isabel y Ángel, Rolando Alarcón y yo. A los pocos meses Víctor comenzó a modelar su imagen como fundador de la NCCH. Pero eso no era todo. En diciembre, llegó desde Europa Violeta Parra, a quien yo no conocía ni había escuchado jamás. Con toda naturalidad Violeta se incorporó a la Peña y muy pronto comenzó a asumir como directora. Ángel le paró el carromato en seco y le explicó la modalidad de organización que se había dado la Peña. Ante lo cual, Violeta lio sus bártulos y fundó "La Carpa de la Reina". Esta "reina" tenía dos lecturas: la Carpa se encontraba en la comuna de La Reina, y su figura principal era naturalmente la Reina del folklore.
El ambiente que habíamos logrado crear entre los socios era maravilloso. Cantábamos jueves, viernes y sábados, y como no nos podíamos separar, los domingos íbamos a casa de Marta y Ángel para despacharnos un asado al viento y unos pícaros hectólitros del morado.
El gran desacuerdo con Ángel consistió en que, para él, la Peña debía funcionar sí o sí en calle Carmen. Yo opinaba que, dada la enorme demanda que teníamos encima, debíamos desplazarnos a algunas ciudades del país e ir a cantar, por ejemplo, a los centros de trabajo. Porque la gente que iba a la Peña, pertenecía en un 95 por ciento a la elite santiaguina. La clase trabajadora estaba imposibilitada de asistir, sea por el alto costo de las entradas, sea porque se sentía como pollo en corral ajeno en medio de la siutiquería.
Yo realicé mi sueño y recorrí el país con Chile, Ríe y Canta. Luego cada uno tomó su camino, pero nuestra amistad perdurará en el tiempo, quedará fija en el recuerdo de esos años sesenta en que éramos jóvenes músicos, poetas, y tantas otras cosas y por sobre todo: nuestro deseo de querer cambiar el mundo.