Son las seis de la tarde y el bus dice que no va más: la ciudad de Olavarría está colapsada y para llegar al recital se debe seguir caminando. Estamos a ocho kilómetros del predio, pero ya llevamos más de diez horas en un viaje desde Buenos Aires que normalmente toma cuatro, por lo que emprendemos la caminata. La carretera está atestada de vendedores ambulantes que ofrecen choripanes, cervezas, poleras, chapitas y toda clase de chucherías con la cara del Indio Solari.

Pasan vasos de fernet con Coca Cola, pero si se hace un chiste de que se está sirviendo un "argentina libre", nadie ríe; mal que mal, la multitud ricotera es una exaltación de un fenómeno tan popular como nacional argentino. Bastante desconocido en Chile, a este lado de la cordillera el ex vocalista de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota es una figura gigante, que algunos ubican al nivel de Maradona o Perón.

El ambiente de la previa se asemeja a la experiencia del fútbol en su festividad, pero es aún más transversal: desfilan personas de todas las edades, clases, géneros y procedencias. Fanáticos han viajado por días desde todos los puntos del país para ver a su ídolo; incluso se cruzan una docena de uruguayos que en una mano llevan el mate y en la otra la bandera de su país.

Si las esporádicas apariciones del Indio Solari, el mítico cantante de Los Redondos de Ricota, siempre convocan masas, esta vez lo de Olavarría tenía además la posibilidad de ser leyenda; el cantante de 68 años tiene Parkinson, por lo que los fanáticos intuyen que siempre puede ser esta, la última, la despedida. Y los conciertos tienen su mítica propia, no sólo por la masa que se junta sin avisos oficiales ni marketing, cuando en 1991 Walter Bulacio, de 17 años, fue detenido tras un concierto ricotero, golpeado por la policía, y murió cinco días después.

Pasan las horas en las cercanías de Olavarría, y la aglomeración comienza a notarse al cruzar la línea del tren o al pasar por entre automóviles estacionados a escasos metros del predio. La entrada tiene cincuenta metros de ancho y nadie controla tickets ni nada. "Aunque quisieran hacerlo, con esta multitud sería imposible", comenta una fanática.

El escenario se ve pequeñísimo- a 620 metros- y, entre quince torres de sonidos, sólo se ve gente, gente y más gente. La mayoría está eufórica y muchos, drogados o tomados, hablan solos y deambulan por cualquier planeta. Rugen las guitarras estridentes, se iluminan las pantallas y aparece el Indio.

Suenan tres temas cuando Solari grita "Ey, dos metros atrás por favor", a los seguidores que están más cerca del escenario. Se prenden las luces y las palabras del ídolo suenan heladas: "Hay alguien en el piso ¿qué está pasando ahí? ¡Hay gente en el piso, levántenlos!". De súbito, la euforia deviene en murmullo y sólo el regreso de la música atenúa la preocupación. Pero todo se interrumpe cada tres temas y tras media hora, Solari exclama: "Ya no tengo más ganas de tocar".

El músico evalúa suspender el show. Pero es demasiado tarde; si para es peor, por lo que redobla la apuesta con Esa estrella era mi lujo y, por primera vez, logra cierta conexión con el coloso de Olavarría. De ahí, Solari se entusiasma y proclama sendos discursos sobre la política de recuperación de la identidad para hijos de detenidos desaparecidos y sobre ciertas intenciones oficialistas de disminuir la edad de imputabilidad penal a catorce años.

Además, le recuerda a la multitud que "hay que salir a la calle", lo que algunos interpretan como una proclama política y otros como una instrucción de seguridad inmediata. Tras el aplauso cerrado de la multitud, el artista cierra con la canción que tiene fama de armar "el pogo más grande del mundo", Jijiji, y la engarza con Mi perro dinamita.

Terminó el recital y recién entonces empezó la procesión. Una masa incalculable de personas - el intendente Ezequiel Galli informó de 350.000 personas, mientras que la fiscal Susana Alonso, dijo que de acuerdo a las imágenes de drones y la opinión de peritos, habrían llegado 550.000- caminó a paso de pingüino, avanzando centímetros y deteniéndose al escuchar cuando alguien gritaba apretujado. Por lo menos una hora duró esa dinámica, con episodios dramáticos en que, por desesperación, desde algunos sectores se derrumbaron las vallas para improvisar salidas alternativas.

Los 1.400 efectivos de seguridad que contrató la organización y los 1.100 policías dispuestos, brillaron por su ausencia. Sólo quedó confiar en la masa, que por suerte, actuó con un autocontrol impresionante.

Ya afuera, el caos se apoderó de la conmovida ciudad de Olavarría, que esa noche quintuplicó su población con personas tiradas, dormidas o alcoholizadas por todos lados, y reportes fogatas y saqueos.

El retorno del Indio Solari dejó dos víctimas fatales: Javier León, de 42 años, y otra persona aún sin identificar al cierre de esta edición. Pero a esa hora cundieron los rumores y todos los que no tenían internet requirieron los dispositivos móviles disponibles para avisar a sus familias que estaban bien. Y entonces comenzó la discusión de si la culpa es del intendente, de la productora, del Indio o del gobierno. Esa sigue hasta hoy.