La primera temporada del show de Rafael Garay terminó el año pasado en Rumania, en el momento en que él abrió la puerta a los medios y dio una delirante conferencia de prensa en inglés y español para explicar por qué había huido de Chile. Era un season finale perfecto. El misterio de su desaparición había terminado. Estaba vivo y sano en un país exótico y los que habíamos seguido el caso respiramos un poco tranquilos pues estaba a la vista que Garay había renovado consigo mismo el contrato para una segunda temporada.

Esa temporada empezó ayer. Garay volvió a Chile. Los medios lo esperaron desde temprano y cuatro canales de televisión lo siguieron desde el aeropuerto hasta los tribunales y de ahí al Centro de Justicia, donde fue formalizado. Lo que vimos estuvo a la altura: los mismos matinales donde Garay se paseó hablando de economía doméstica o testimoniando su supuesta enfermedad terminal lo convirtieron en la carne molida con la cual se cocinó el plato del día.

Tenía sentido, ante su silencio todos los pequeños detalles se volvieron oráculos desquiciados, un tarot hecho de informaciones inútiles y comentarios arbitrarios de todo tipo. Todo a la parrilla. Los periodistas que cubrían el caso dijeron que tenía diarrea, que el baño del avión carecía de privacidad, que nunca habían visto algo así desde las detenciones de Manuel Contreras e Iturriaga Neumann. Vimos así que existía el TAR (un equipo policial especialista en Traslados de Alto Riesgo); que a Garay lo revisó una paramédica; que fue esposado y engrillado; que le pusieron una chaqueta amarilla y que estaba en buen estado físico; que trastabilló, que la gente le lanzó monedas y huevos en la calle mientras le gritaban que era un ladrón.

Antes de eso Garay había cruzado el mapa de Santiago del mismo modo en que su biografía había atravesado una buena cantidad de capas de la sociedad chilena: la tele, el deporte, la política, la academia, el mundo económico, el arte, la noche. Perseguido por un enjambre de camarógrafos en moto, sólo le faltó ir a La Moneda a saludar desde el balcón aunque eso ni siquiera hubiese sido extraño; ni a la Selección Chilena de fútbol la siguió tal cantidad de paparazzis cuando ganó algo. Pero Garay no es la selección, él es una categoría en sí mismo, un espectáculo que se reinventa cada segundo, una noticia en desarrollo. Todo terminó, por supuesto, en la formalización.

Los canales se colgaron del streaming de la página del Poder Judicial. Ahí pudimos verlo sentado; un peligro público cuyo misterio comenzó a desvanecerse cuando dejaron de colgar la transmisión on line y comenzaron los culebrones de la tarde y sus dramas atroces. Antes de eso, consciente del show, Garay casi nunca miró al fiscal que leyó las acusaciones en su formalización. No escuchó nada o sonrió de modo leve, conversando con sus abogados, revisando algún documento. Antes, nos quedamos con las imágenes de Garay al lado de sus abogados defensores. Son las de un hombre que ha aprendido a suprimir toda emoción del rostro y corresponden a ese villano chanta e inesperado que la sociedad chilena usó por un rato para construir la mediagua de sus pesadillas, para administrar la catarsis de sus culpas catódicas.

Maestro de la posverdad, Garay hizo de la mentira un arte, una estética y una ética y con eso nos dio a todos un espectáculo que contemplar, una ficción a la cual fugarnos en los momentos de ocio. De hecho, ya no importa lo que pase. Los datos reales son irrelevantes, las diferencias entre la verdad y los cuentos de Garay sólo son sutilezas, pequeños incordios, pelos de la cola. Por ahora, él ya dijo en cinco años soluciona todo y arregla las deudas. Mártir de sí mismo, hijo de la televisión y héroe torcido de nuestra cultura popular, hay que felicitarlo a él y los canales por el esfuerzo en la producción de este show. La nueva temporada de su programa está buenísima.