Conocí a Mike Wilson gracias a un ensayo audaz sobre Borges que envió para postularse al doctorado de literatura latinoamericana en Cornell y que permitió que lo aceptáramos sin pensarlo mucho. Era tranquilo, reflexivo y se sentía muy a gusto en Ithaca, un pueblito frío -en más de un sentido- más cercano a Canadá que a Manhattan. Yo no entendía bien de dónde era -hablaba de su infancia en Paraguay, sus referentes eran argentinos (descubrí gracias a él cómics como Evaristo y películas como Moebius), acababa de hacer una maestría en Utah, su papá fue diplomático de Carter- y tampoco importaba mucho. Nos reuníamos en un café de los Commons y hablábamos de libros. Le interesaba todo lo relacionado con ucronías y distopías, y a eso le añadía una buena cantidad de Wittgenstein: una combinación inesperada que se convirtió en natural y hasta obvia gracias a la convicción con que la defendía. Escribió una tesis doctoral brillante, se fue a vivir a Santiago, me llegaron sus primeras novelas, de las cuales mi favorita es la apocalíptica Zombie, porque resumía a uno de los Mike que conocía, digamos al menos escondido.
El otro Mike -que al final resultó siendo el mismo- vino después: hubo una crisis personal y familiar, y dijo que abandonaba la escritura, o al menos la escena literaria, porque yo me iba enterando de que seguía escribiendo, aunque solo fuera descripciones diarias de las nubes que pasaban por la ventana de su departamento. Luego hubo ese big bang llamado Leñador, novela a estas alturas mítica (escribo estas líneas después de una cena en casa de amigos en Buenos Aires: en un momento de la noche la dueña del departamento vio la novela en un estante y se puso a leer las primeras líneas en voz alta para transmitirnos lo mucho que le gustaba). Confieso que me salté algunas páginas de Leñador y que leí otras en diagonal, pero eso no impide que la admire más que otras novelas que leí enteras y que incluso me gustaron (el libro invita a no ser leído de punta a punta). Al leer la inmensa historia de ese exsoldado y boxeador que después de una crisis sentimental se va al norte de Canadá en busca de cierta pureza y despojamiento y se convierte en leñador, pensé en Thoreau y los trascendentalistas norteamericanos, aunque Mike dice que ellos no se le cruzaron por la cabeza cuando la escribió. La novela, en su obsesivo afán enciclopédico y taxonómico, es consciente de los límites del lenguaje para abarcar el proyecto (Wittgenstein está por ahí); es una de sus grandezas, la misma forma del proyecto tematiza sus búsquedas. ¿Y qué hace uno después de mudarse a Chile y viajar mentalmente al Yukón? Irse al otro extremo del continente: al frío del extremo sur de la Argentina en Ártico (Fiordo), el nuevo libro (¿nouvelle? ¿poema? ¿lista?) de Mike.
Ártico es menor en relación a Leñador, pero es también único y, entre otras cosas, captura con elegancia y humor nuestra relación con la virtualidad: en el zoológico abandonado que visita el narrador: "No hay osos/Pero hay un letrero/Dice oso polar" y "Los pingüinos quietos/No parece molestarles/Son pingüinos/Y son de yeso". Como en Leñador, hay una crisis sentimental, esta vez relacionada con un amor de esos que uno cree olvidados y de pronto regresan para mostrarnos cuán vivos están: el extremo sur es "el lugar donde se acaban las cosas" y también la fantasía del amante que proyecta una realidad alterna: "En Ushuaía/Me habrías amado". Ártico transmite con maestría el paisaje desolado de algunos cuadros de Hopper, expandido hasta abarcar una ciudad, un pedazo de continente, el universo entero: "En el cristal/Del ventanal/Nos espera/El desenlace inevitable/Cuando ya no caiga fuego/Del cielo/Y dejemos de correr/En un planeta muerto". Es, después de todo, un libro de Mike.