En lo que toca el cine, la leyenda en torno a personajes como el Rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda aún rinde. Regular y porfiadamente, de hecho, adecuándose si es del caso al aire de los tiempos o al perfil que se cultiva.
En tal escenario, nadie esperaría que un filme artúrico de Guy Ritchie sea remotamente parecido a Lancelot del Lago o a Excalibur. Más de alguien, por lo demás, se habrá extrañado de ver al director de películas listillas como Snatch metido con leyendas medievales. Pero el británico se tuvo fe y sacó adelante un producto de entretención sin mayor gloria, aun si se las arregla para llegar a puerto de algún modo.
Su historia es la de Arthur (Charlie Hunnam), el hijo desconocido de Uther (Eric Bana), rey legítimo muerto junto a su esposa por la codicia de su hermano, Vortigern (Jude Law). A Londres, conocida entonces como Londinium, llega clandestinamente el pequeño Arturo, que crece en medio de luchadores, ladronzuelos y prostitutas, armándose con una coraza para enfrentar al mundo. Y, llegado el minuto, para encarar un destino inesquivable: rodeado de rufianes amables y magos con propósitos muy claros, vuelve al castillo desde donde debió huir… y a encontrarse con Excalibur, la espada de su padre.
Quienes siguen a Ritchie, no deberían decepcionarse: hay esos flashforwards que funcionan como avión y esos ralentados onderos que se encabalgan con música de DJ, esta vez con gustillo celta. Si les gustó antes, por qué no ahora. Y la carencia de guiños culturales pop se ve compensada por un cinismo de baja intensidad que hace las veces de humor, dadas las circunstancias.
No siendo este redactor uno de esos fans, sin embargo, los factores mencionados no califican como méritos, sin perjuicio de que ofrezcan algún interés. "¿Por qué Ritchie?", sigue siendo una pregunta razonable, aunque en casos como el de El rey Arturo entramos de todos modos en lo indiferenciado. En ese look, entre metálico y azulino, que venimos contemplando desapasionadamente hace 20 años. En pueriles combates digitalizados, en estruendos intercambiables que renuncian a la puesta en escena. Es lo que funciona en estos días y es lo que hay.