Estaba solo en el improvisado camarín del Espacio Riesco. Sentado en un sillón y mirando fijamente una taza de té verde. No estaba cansado, lo que ya era sorprendente para un hombre que acababa de terminar un show de tres horas. Chris Cornell estaba más bien absorto, raro, con la mirada puesta en otro lugar. Quizás invadido por esos demonios que no se ven hasta que se dejan ver.

Se había comprometido a terminar con la entrevista que había comenzado en la mañana de ese mismo día en un lujoso hotel de Las Condes. Porque se había entusiasmado con las historias de Seattle, su ciudad natal, y la tesis de que el grunge en el fondo nunca había existido. Quería seguir elaborando sobre esa "escena" que no era más que un grupo de vecinos que nunca pensaron que se convertirían en estrellas planetarias. Quería seguir hablando de Andy Wood, ese viejo amigo, que cantaba en Mother Love Bone y que murió de sobredosis en 1990, cuando tenía apenas 24 años y cuya muerte inspiró el proyecto de Temple of the Dog, con futuros miembros de Pearl Jam y que en gran parte fue lo que justificaría años más tarde la tesis de que esto era un "movimiento".

También quería seguir hablando de Kurt Cobain y de la poderosa muerte. Contó que estaba sobrio, que hace años que no tomaba ni fumaba, que ya había tenido suficiente de eso cuando joven y que en ese momento sólo quería disfrutar arriba del escenario. Confesó que llegaba por primera vez a Sudamérica porque Eddie Vedder, de Pearl Jam, que había debutado en Chile dos años antes, le había contado que éste era un público especial. Que aquí había algo "mágico". Y esa noche, al igual que en marzo de 2009 en el Movistar Arena y en noviembre de 2011 en el Club Hípico y en marzo de 2014 al frente de Soundgarden en el festival Lollapalooza y en los tres conciertos que dio en el Municipal de Santiago en noviembre, quedó claro que este hombre era un rockero de verdad.

Pero abajo del escenario también se revelaba una personalidad frágil, de un tipo sensible, sombrío, con aire de maldito y un destino oscuro. Un hijo más de esa ciudad con sino trágico. Y no sólo por Wood o Cobain. También por Layne Staley, el cantante de Alice in Chains, que había muerto de sobredosis en 2002. Por eso hablaba con respeto del tema y parecía ser un verdadero sobreviviente, como Vedder, ya de vuelta, limpio, concentrado en la familia y en el trabajo. Sin embargo, y a partir de su confirmado suicidio, cuesta no pensar en la maldición de Seattle.

Quizás fue porque irrumpieron en un momento particularmente difícil de la música. Porque todo se había estereotipado y hasta el rock, el género que técnicamente los albergaba, se había vuelto comercial y predecible. Tuvieron que cargar con la moral del grunge, ser más auténticos que nadie y lidiar con las complejidades, exigencias e hipocresías de la industria. Quizás por eso entraron en dinámicas autodestructivas. Porque tampoco pertenecían a los grandes polos musicales de su país. Estaban literalmente en la frontera, en una ciudad con la mayor tasa de suicidios de EE.UU., donde llueve más de 300 días al año. Por eso las letras, el desencanto, la depresión.

Días antes de su último show en Detroit estuvo posteando fotos antiguas de Soundgarden, cuando recién partía la banda. Nostálgico. Decía que lo que más echaba de menos era la camaradería, pertenecer a ese grupo de amigos, estar acompañado una vez más. En uno de los tres conciertos que dio en el Municipal, cantó solo y su única compañía fue una guitarra. Y todavía se veía como un sobreviviente. Limpio, de vuelta, disfrutando. Se rió con esa historia que contó alguna vez Sting sobre el modo en que compuso "Every breath you take": sentado en el baño. Y bromeó y cantó, con esa voz poderosa y versátil, la mejor de su generación. Sonaron las de Soundgarden y Audioslave, las de Temple of the Dog y hasta una de Mother Love Bone. Se despidió, como siempre, después de dejarlo todo. Con el pelo sobre la cara, la guitarra acústica levantada, los bototos desamarrados. Como todo un rockero. Aparentemente contento, pero con la mirada en otro lugar. Quizás invadido por esos demonios que no se ven hasta que se dejan ver. Como en el video de su último show en Detroit. Como si supiera que la poderosa muerte, esa que se llevó a los mejores talentos de su ciudad natal y de su generación, también estuviera esperando por él.