Manuel García nunca se queda por aspiraciones. Ha hecho de los lanzamientos de sus discos experiencias con una ambiciosa huella teatral que no se limita a repasar el listado de nuevas composiciones, sino proponer una experiencia completa subdividida en actos. El artista de Arica siempre intenta una trama, una progresión dramática, sorprender con espectáculos de larga duración, pero los resultados suelen ser irregulares. Cuando presentó S/T (2010) montó un número desarticulado incluyendo artistas semi profesionales que lo acompañaron en sus inicios artísticos. Para Acuario (2012) tuvo una pantalla gigante consonante al espíritu synth pop de aquel disco, pero remató con improvisaciones que fracturaron la cita. En Retrato iluminado (2014) logró un equilibrio incluyendo la recreación de un espectáculo con guiños a un casino y él en rol de showman. El viernes por la noche en la presentación oficial de Harmony lane (2016), su elogiado último álbum grabado en EE.UU., en la primera de tres jornadas que culminan este domingo en el teatro Caupolicán, Manuel García retrocedió al mismo punto de los estrenos en directo de hace un lustro y más.

Dividido en cuatro actos, García arrancó la fría noche solo en el escenario empuñando su guitarra para interpretar El viejo comunista. La voz se empezó a afirmar en el segundo tema, La canción del desvelado, y en la siguiente, Azúcar al café, introdujo a su compañero desde los días de Mecánica popular, el consumado guitarrista y bajista Diego Álvarez. En Témpera se sumaron otros dos músicos para mantener el formato acústico. Luego hilvanaron las líneas de No me hables de sufrir de Los Bunkers para presentar a un repuesto Mauricio Basualto, el ex baterista de la banda penquista, en percusiones. Ese primer bloque cerrado con Pañuelí mientras el público espontáneamente agitaba pañuelos con los movimientos de una cueca, fue de menos a más pero no logró doblegar el frío en la sala de San Diego.

El segundo acto, en compañía de los músicos estadounidenses con los que grabó Harmony lane, ofreció más consistencia dada la electricidad inherente del material, un buen trabajo que en vivo reluce. Intermedio y tercer acto en homenaje a Violeta Parra por el centenario de su nacimiento. Manuel García cedió el escenario a Tita Parra, nieta de la artista, quien una vez más agitó los fantasmas de esos descendientes que reditúan del apellido, con interpretaciones flojas y desabridas de los clásicos de su abuela. Toda la pulsión dramática del show, que a esas alturas promediaba dos horas, se fue al carajo. En algún momento el artista del norte parecía invitado a su propio concierto.

El último acto con formato de banda rock recuperó algo la energía perdida en el segmento anterior pero dejó un sabor amargo. La ambición de Manuel García con sus estrenos es siempre digna de alabanza y respeto pero también implica que el resultado ante el desafío sintonice. Aquello no sucedió y el principal damnificado es el buen álbum que tiene entre manos, rezagado en protagonismo entre tantas canciones y segmentos.