La primera vez que vi una rutina de Louis C.K. fue en Youtube, antes de que Netflix fuera siquiera una cosa. Me pareció brillante. Un segmento que se transformó rápidamente en mi favorito era un momento en que se ponía a ilustrar las diferencias entre los pensamientos sexuales de los hombres y las mujeres. Según él, a las mujeres les gustaba pensar que podían ser pervertidas, pero eso no era ni una fracción de lo que podía pasar por la cabeza de uno. Según C.K. el hombre vive controlando un impulso decadentemente lujurioso, con el sexo como una obsesión constante que apenas nos permite funcionar como seres humanos en sociedad. Que la masturbación era básicamente una necesidad constante, que si fuera por nosotros, empezaríamos a auto complacernos en medio de una conversación.
Me pareció, de nuevo, brillante. Mi idea era que C.K. utilizaba la exageración del estereotipo que dice que el apetito sexual masculino es insaciable para hacer una autocrítica hacia algunas formas de pensar del hombre. Todo hombre ha tenido y tiene pensamientos sexuales misóginos y decadentes, alimentados por la cultura de la pornografía y la hipermasculinidad del cine y la televisión. Sentía que C.K. de cierta forma comentaba esa intimidad del pensar masculino (que dudo sea secreto para nadie) a través de un hipérbole, y lo presentaba como lo que es: lejos de ser un orgullo, es motivo de ridículo.
Y me equivoqué. Luego de que cinco mujeres acusaran en el periódico New York Times al comediante de masturbarse frente a ellas, o llamarlas mientras se masturbaba, o pedirles masturbarse frente a ellas —rumores que circulaban hace un tiempo en la industria del entretenimiento anglosajón—, pareciera que la verdad es otra: C.K. no exageraba. Esos impulsos realmente pasaban por su cabeza, y no sólo eso; les hacía caso.
Ahora, es imposible no ver las rutinas de uno de mis comediantes favoritos como algo tóxico. C.K. no sólo sentía la inexplicable necesidad de exhibir su miembro y satisfacerse sexualmente frente a colegas, más jóvenes y menos poderosas que él, sino que además, encontraba la forma de infiltrar esos episodios en su trabajo. ¿Qué es eso sino una forma de alardeo, una manera de refregar sus ofensas ante una audiencia crédula?
De una forma que sencillamente me resulta desgarradora, C.K. pareciera haber hecho de esa arrogancia al minuto de enfrentar su conducta evidentemente repugnante su forma natural de operar. Este año, el comediante dirigió, escribió y protagonizó la película I love you, daddy, que se presentó en festivales y tendría su estreno ahora en Estados Unidos, el que ahora está en veremos. La cinta tiene al abuso sexual como eje, con la historia de un director de más de 60 años que comienza a salir con una joven de 17. La crítica se presentó dividida frente al provocador resultado, sobre todo cuando las acusaciones en Hollywood y contra el mismo C.K. respecto al tema comenzaban a tomar fuerza.
Pero más que una provocación, parece una burla. Una forma de decir "miren lo que puedo hacer", y no enfrentar ninguna consecuencia. Consultado por el New York Times tras el debut de la cinta en el festival de cine de esa ciudad, el comediante se negó a responder los rumores. Ni siquiera quiso negarlos, justificándose en que hablar de eso era darle poder a insinuaciones que no eran más que eso. Ayer, con el mismo periódico publicando las denuncias, cuatro de ellas con nombre y apellido, la reacción fue la misma: "Louis no va a responder preguntas", dijo su manager.
Sí, el reportaje aseguraba que C.K., años después de los hechos, se había disculpado personalmente con dos de las denunciantes. Pero, en un mundo normal, el haber sentido el derecho a exhibir tus genitales frente a una mujer que no lo quería, y masturbarte frente a ella, implica por lo menos pedir disculpas públicas, y entender que no hay forma de escapar de la lluvia de mierda que se vendrá. En vez de eso, el comediante pareciera pretender que hacer oídos sordos es la mejor estrategia, como si su figura fuera intocable.
En la comedia no debería existir nada sagrado. Joan Rivers decía que el mundo ya era lo suficientemente terrible como para negarnos el derecho de reírnos de todo. Louis C.K. ha sido calificado como ofensivo por muchos durante toda su carrera. Para quienes lo seguíamos, eso era lo que lo hacía especial. Sentía la libertad de burlarse de cualquier tema, y podía salir airoso. Por eso mismo, es imposible separar su obra de lo que hacía detrás de cámaras y debajo de los escenarios. Una cosa es el reírse de temas polémicos, que en 2017, me resulta una necesidad social, porque sino la vida sería sólo tragedia. Otra muy distinta es ser la causa de esa polémica: haber llevado esas cosas de las que tú decías burlarte a tus acciones en tu vida privada.
Louis C.K. tiene que partir por lo básico y pedir perdón. Pero aunque lo haga, es imposible sacudirse la idea de que es algo demasiado tarde. C.K. manchó su arte en el momento en que lo utilizó para encubrir lo indefendible. Quizás nunca llegue el día en que pueda dejar de asociar a Louis C.K. como alguien profundamente tóxico.