Otra Gala del Festival de Viña que parece devorarse al festival. La Gala es el verdadero festival; existe solo como televisión, como dos o más horas de glamour inyectado a la vena del espectador en una hoguera de vanidades bizarra, como el único show posible del fin del verano.
Ahora tienen 180 metros de alfombra roja, centenares de invitados y es quizás la declaración de intenciones del canal. Porque Chilevisión cambió.
Tiene otro logo: las letras del canal se dan vuelta y se convierte en una carita feliz que baila en el borde de la pantalla. Porque ahora es un canal familiar. Adiós a los portonazos y las detenciones ciudadanas, adiós a los kilos de carne molida con el que nos han saturado la cabeza desde hace tantos años. Bienvenidos los contenidos de calidad.
La Gala está ahí para demostrarlo. Por eso tanta especulación, por eso tanta sonajera en los noticiarios del almuerzo donde todos los canales mostraron las graderías con la gente sentada, con un público que vino del norte, del sur, del país absorto con su propia fascinación. Los periodistas se pasean y los interrogan.
"No cobran", dice una señora y los 180 metros de alfombra roja son una especie de patrimonio nacional para las chicas que comen pizza con pepperoni, para los que esperan a Tonka, para la señora que muestra el cojín que trajo, para el caballero que reclama por el precio de los taxis en la Quinta Región. Mientras, escuchamos a un periodista decir: "No hay que viajar a Hollywood. Acá en Viña tenemos nuestro propio Hollywood".
Mientras, vemos tomas hechas con drones que se elevan sobre el Casino de Viña. Desde el cielo, la alfombra roja se ve como una pista de carreras insólita; quizás la Gala de Viña es un nuevo deporte olímpico, una maratón de obstáculos imposibles en el camino a esa meta inasible que es el cielo de la televisión.
Porque más tarde, apenas comience a las diez de la noche, la Gala ofrecerá algo casi deportivo: el atletismo del ego, los 180 metros planos de trash. Una pista donde los invitados deberán sortear obstáculos imposibles: saludar a la gente, probar la cámara de 360 grados, la shoecam, la manicam, una colección interminable de preguntas sin sentido.
Ahí, las mujeres deberán fingir estar cómodas con los abrazos y las miradas calenturientas de Julio César Rodríguez. Ahí, veremos cómo Marcelo Marocchino le pide matrimonio a su novia; al diseñador Nicanor Bravo avanzar con su perrita (no lo dejarán entrar después al casino: las mascotas no están admitidas en la Gala). Veremos a Di Mondo pasear con un diseño hecho con el ectoplasma del Marqués de Cuevas. Veremos selfies con el público de las graderías y saludos a los balcones. Todo será predecible y estará despojado de cualquier vértigo. Nadie dará la nota alta, nadie se saldrá de madre. Todos bien portados, educaditos, agradecidos.
Es su trabajo, algunos han esperado por esto desde siempre. La crisis de la industria no existirá. Que no se note pobreza. Todo será una fantasía, un cuento de hadas catódico. La presencia de Daniela Vega será uno de los pocos instantes en que la realidad exterior parezca colarse en la ilusión. Pero durará un segundo.
La Gala es una burbuja suspendida en el aire, donde apenas vemos apuntes de las vidas extrañas de quienes caminan solos, de los que van acompañados, de los que han esperado esto toda su vida, los que no saben qué diablos hacer, los que no le importan a nadie; de las estrellas del pasado; de las estrellas que nunca serán, de la legión de mártires inmolados en los matinales; de los que buscan desesperadamente tener un canal, salir del olvido, volver a la vida. La sonrisa del nuevo logo de Chilevisión los amparará a todos como si fuese un sol de teletubbie, la luz de un emoticón que es el ángel de una fe de la que se esperan extrañas bendiciones.