Fue una experiencia única e irrepetible, en la que Brahms llegó a su máxima expresión y el público fue testigo de magistrales cuerdas, sonoridades cálidas y cristalinas, y colores incomparables e inolvidables. Porque la Orquesta Filarmónica de Viena, dirigida esta vez por el venezolano Gustavo Dudamel, es eso y mucho más.
En una única función el jueves pasado, con una sala atiborrada y muy a puerta cerrada (llamó la atención que ni siquiera había un letrero anunciando lo que en el Teatro Municipal de Santiago iba a ocurrir), una de las agrupaciones más antiguas y prestigiosas del orbe y su director, hoy muy de moda, se apostaron puntualmente en el escenario, mientras aún seguía llegando gente, para dar inicio a una noche en la que Johannes Brahms lució en todo su esplendor, con una batuta dúctil, delicada, minuciosa y sensible, y con secciones instrumentales detalladas, en las que se percibió con nitidez no sólo la libertad de emoción, la flexibilidad de pensamientos y la disciplina de la estructura que caracterizaba al autor, sino también cada textura instrumental y la experiencia de cada músico.
En la "Obertura Académica Op. 80", la mano de Dudamel condujo a la orquesta por trazos refinados y brillantes, delineando con claridad, a partir de la alegría de su introducción, cada canto, ya sea en las maderas y contrabajos para "Wir hatten gebauet ein stattliches haus" (Hemos construido una grandiosa casa); "Landesvater" (El padre de la tierra) en los violines; "Fuchslied" (Canto del zorro) en los fagotes y clarinete, para llegar la orquesta en pleno y triunfal a recapitular cada melodía y culminar con la famosa "Gaudeamus Igitur" (Alegrémonos pues), himno universitario por excelencia.
Con confianza, un halo íntimo y ritmo muy marcado, Dudamel arremetió con las Variaciones sobre un tema de Haydn (basado en el coral de Saint Antoni), en la que se percibió cada una de las características de ellas y, gracias a la excelencia de esas cuerdas vienesas, hubo afiligranadas versiones de los violines, pizzicati precisos de los cellos y contrabajos, pero también energía y marcialidad a la vez que lirismo y sensualidad en los vientos.
Finalmente, en la "Sinfonía Nº 1 en Do menor Op. 68", la que Dudamel condujo con un tempo vital, ya en la introducción la Filarmónica de Viena se impuso con una sublime manifestación sinfónica a través de un vuelo ascendente y arrebatador de sus cuerdas. Por sus secciones instrumentales desfilaron la lucha dramática; el pensamiento poético de su segundo movimiento; la ligereza y gracia en el tercero, donde se lució el clarinete con su tema pastoral y, en el último, acordes cromáticos, atmósfera misteriosa (con excelentes pizzicati de las cuerdas), el canto de triunfo donde destacaron el corno y la flauta tocados sobre trémolos de los violines, para llegar al clímax en una dramática conclusión.
En los encores, y al parecer para recordar que estamos en el centenario del nacimiento de Leonard Bernstein, los músicos optaron por el Waltz (segundo movimiento de Divertimento) del compositor norteamericano, y no podía faltar el aire vienés, la polka Winterlust, de Josef Strauss.
Con la audiencia de pie, ovacionándolos a más no poder, y esperando más, concluyó el memorable concierto de esta insigne orquesta y su experimentado director invitado.