La estética ha tomado cada vez más relevancia en el cine de Wes Anderson. Más allá de los personajes o la historia, el encuadre, los colores y la iluminación se han transformado en piezas angulares en su obra, conjunto que destaca plenamente en su nueva película, Isla de perros.
En un futuro próximo, la ficticia ciudad japonesa de Megasaki es gobernada con puño de hierro por el alcalde Kobayashi. Debido al brote de una extraña enfermedad que ataca a los caninos -y que potencialmente podría contagiar a los humanos- el alcalde decide que todos los perros sean desterrados a la isla de la basura. Para dejar en claro que no está bromeando, utiliza como ejemplo a su propio perro, Spots, que es el primer exiliado. El tiempo pasa, la isla se llena de animales y el pequeño Atari, sobrino de Kobayashi y mejor amigo de Spots, decide ir al rescate de su mascota.
En cuanto a historia, hay mucha en Isla de perros. Más allá de las aventuras de Atari, está toda la conspiración del alcalde y el intento de una estudiante de intercambio por sacar a la luz la verdad sobre el destierro animal, además de asesinatos, cacerías con perros robots, un reencuentro familiar y el camino hacia el entendimiento que realiza Chief, un perro callejero que debe aprender a confiar en el mundo.
Isla de perros bien se puede posicionar como una de las cintas más bellas de su director. La composición de cada plano es de una belleza innegable y a cada momento parece evocar alguna cinta clásica japonesa. Lo que se extraña es mayor profundidad en su tema y personajes mejor definidos. Los humanos son meros bosquejos unidimensionales, los perros no sobresalen unos de otros, excepción hecha con Chief, el único ser complejo y tridimensional. Y si bien es una historia que entretiene de principio a fin, no desarrolla los temas que pone en el tapete, como el racismo, el amor y la familia. Podría haber sido una gran película y no simplemente una película bella y divertida.