Cuando el lunes de la semana pasada el delegado general del Festival de Cannes Thierry Frémaux realizó una conferencia para justificar cambios recientes, todo parecía bastante mal para Cannes. Nadie llama a los periodistas para dar explicaciones antes de que empiece su festival y menos Frémaux, que tiene fama de controlarlo más allá del bien y del mal. Pues bien, en esta oportunidad no sólo justificó por qué se habían cambiado los horarios de proyecciones, sino que habló además de la falta de cintas de Netflix y la ausencia de cine norteamericano.
A casi dos semanas de la inesperada conferencia, el Festival de Cannes concluye hoy y lo hace, contra todo pronóstico, con una muestra sorprendentemente sólida, de las mejores de la última década. La revista Vanity Fair ejecutaba su diagnóstico así: "Al centrarse menos en Estados Unidos, Cannes se ha reafirmado como el primer destino para un cine internacional audaz y provocador. Es un año crucial y de mayor energía".
Lo que festivales como Venecia o Toronto hacen es jugar a ser plataforma para las películas que irán al evento de autocelebración anual en Hollywood: el Oscar. Cannes, con el presupuesto e infraestura que tiene (y con los 4 mil periodistas acreditados), puede darse el lujo de recoger lo mejor y lo último del resto del planeta.
Este año, además, logró llegar fuerte a la contingencia, alineado con el movimiento #MeToo, cuyo momento cumbre fue la marcha de 82 mujeres (entre actrices, cineastas, productoras, etc.) por la alfombra roja el sábado pasado.
Pero más allá de las protestas, el 71 Festival de Cannes dejó caer un incendiario arsenal de películas contingentes y nos dejó Lazzaro Felice, un gran largometraje dirigido por una mujer, con no pocas posibilidades de llevarse la Palma de Oro.
Riesgos y conveniencias
Siempre se pueden distinguir dos categorías, más allá de la clásica división de buenas o malas. Están las películas arriesgadas y distintas y las predecibles y con vocación de masa. Puede haber bodrios en ambas especies y al menos es de esperar que si el jurado no premia a las radicales, sí galardone una producción de fácil digestión que tenga calidad. La Palma de Oro 2016 a Yo, DanielBlake, de Ken Loach, fue ejemplo de lo último.
La magnífica Lazzaro Felice, de Alice Rohrwacher, no es una cinta fácil: se toma su tiempo, confía más en las imágenes que en las palabras, realiza una elipsis espacio-temporal que algunos tal vez no entiendan, pero es un prodigio de puesta en escena. Cuenta la historia de un inocente campesino de un pueblo semifeudal de la Italia del presente. Por una especie de milagro va a parar a los barrios más miserables de la urbe. Se relaciona entre vagabundos y ladronzuelos, pero él siempre conserva su aura de santo.
En entrevista con La Tercera, Rohrwacher afirmaba que quería hacer una "película política", sobre la Italia de hoy, pero sin ser panfletaria. Por eso recurrió a un realismo de bordes mágicos.
Otro que cuenta una fábula de pobres en el primer mundo es el japonés Hirokazu Kore-Eda, responsable de Shoplifters, sobre una familia de rateros de supermecado que ocupa niños para sus fechorías. En el papel, el argumento puede parecer un horror, pero en la práctica Kore-Eda logra lo que los grandes: hace entrañables a los Shibata, una familia que sabe de la urgencia de hacer milagros para llegar a fin de mes y que busca dignidad, a pesar de todo. Nadie pensaría que en el hiperdesarrollado Japón existen estos personajes, pero Kore-Eda prueba que la pobreza es una patria mundial.
Si Shoplifters es un filme mainstream de categoría, Las hijas del sol de la francesa Eva Husson y Capharnaum de la libanesa Nadine Labaki son masivas, pero deplorables. La primera es un panfleto antibélico inspirado en el caso real de mujeres iraquíes y sirias que luchan contra un grupo radical islámico. La segunda es una manipuladora fábula de pornomiseria sobre un niño que decide demandar a sus padres por haberlo traído a este mundo pobre y cruel. Aún así y considerando la agenda #MeToo liderada por la presidenta del jurado Cate Blanchett no sería raro que se llevaran algún premio.O que ganaran.
Una gran película norteamericana en Cannes fue BlackKklansman, el explosivo e hilarante filme de Spike Lee que recrea el caso de la desarticulación del Ku Klux Klan de Colorado Springs en los años 70.
Política y romántica es Cold war, cinta polaca sobre el amor imposible de la cantante Zula y el pianista Wiktor en los años 50. La justicia fílmica debería darle un premio hoy, pero los jurados casi nunca juegan en ese equipo.
La contingencia, aunque siempre en un tono sutil, también se dejó escuchar en Three faces del iraní Jadar Panahi. Tuvo más voz en Dogman, del italiano Matteo Garrone, sobre un cuidador de perros que se enfrenta a una realidad demasiado violenta. Ambas películas están a la alturas de las expectativas, a diferencia de dos que no estaban en competencia: The man who killed Don Quixote de Terry Gilliam, que se extravía en su relato, y en menor medida, The house that Jack built, de Lars von Trier, por su violencia gratuita. Las dejó fuera Frémaux. Otra muestra de que este año elaboró una magnífica selección.