Si algún sentido de justicia existiera en estos planos, El día después debería figurar de todos modos entre los tres mejores estrenos de este año. Es difícil sin embargo que eso ocurra. La cinta se muestra solo en una sala, el cine arte Alameda, es una cinta pequeña (blanco y negro, pocos actores, bajo presupuesto, locaciones mínimas), incluye planos fijos de largas conversaciones y a muchos les parecerá que las mujeres coreanas chillan demasiado y que a menudo cuesta distinguirlas. Así y todo, es una película exacta y grandiosa. A quienes tratamos de seguir la carrera de Hong Sang-soo (hasta donde es posible hacerlo por estos lados -claro-, porque su cine no llega al circuito comercial y el cineasta además es muy prolífico) su trabajo nos compra el alma por su belleza, su sencillez, su desaforado lirismo a partir de imágenes simples o de recursos que son mínimos: el plano del rostro de una chica en un taxi, la inesperada entrada de un frase musical de Bach, el pequeño acercamiento con zoom a un detalle de la toma.
Todas las películas de este realizador coreano de 57 años en la actualidad se parecen y todas son distintas. Como en el caso de Eric Rohmer, el eje de su cine es siempre el mismo: la pareja y sus interferencias, la pareja y sus desequilibrios, la pareja y sus dudas, la pareja y sus imposibilidades. El día después no es una excepción. El protagonista, que es crítico y dueño de una pequeña editorial, en la escena inicial, es interpelado por su esposa a raíz de sospechas de infidelidad que ella abriga. Él se limita a escucharla y lo que viene después son distintos momentos de su vida, uno con una mujer que parece ser su amante y luego con otra que es una asistenta que está comenzando a trabajar en su editorial. Entremedio se cuela la escena del malentendido en que incurre la esposa cuando, al acudir al lugar de trabajo de su marido, confunde a una chica con otra. Al final será el espectador quien deberá reconstruir la secuencia cronológica de estos momentos cargados de sentimiento, de pura ansiedad y seducción cuando las relaciones van, de puro fastidio y culpa cuando vienen de vuelta. En Hong Sang-soo las relaciones afectivas siempre son lastimadas por el tiempo y sus desgastes y dejan un saldo de melancolía o tristeza que es casi la marca de fábrica del cine de este discípulo lejano, tardío y providencial de la nueva ola francesa, por lo mucho que evoca al cine de Rohmer, de Godard, de Truffaut.
La gran impronta de las películas de Hong Sang-soo está en su frescura y vitalidad. En este aspecto pocos cineastas le compiten. En principio pareciera que en su mundo todo está muy escrito y calculado. Sin embargo, siempre sorprende con detalles inesperados y derivas imprevistas que hablan de la fragilidad del amor, de lo grande que esa palabra suele quedarles a sus personajes, de la fuerza que tiene el deseo cuando se enamoran y de lo mal que lo pasan después, por meterse en relaciones que no cuadran. En este espacio recluido pero de infinitas posibilidades, donde apenas hay margen para la política o la observación social, el cineasta lleva trabajando 22 años que han sido especialmente intensos. Hay pocos cineastas más premiados que él en festivales internacionales. Y a estas alturas quizás si solo tres o cuatro más que generen tanto entusiasmo e incondicionalidad una vez que se logra perforar el núcleo duro de su exigente poética