"Cero respeto a todos los payasos del género", escribió molesto por Instagram J Balvin, dardo dirigido a los artistas del reggaetón que alaban el mundo narco. La súper estrella de Medellín creció en esa zona dominada por el crimen y la violencia, y se siente con el derecho de imponer orden. "Lo único que tienen para brindar es una mierda de vibras cuando vinimos es a poner a la gente a bailar y a hacerlos felices" (sic). J Balvin hace estas declaraciones tras dos meses de épica batalla con Drake por el título mundial del artista más escuchado en Spotify. A los 33 años integra la selecta armada colombiana del pop a escala global con Shakira, Juanes y Maluma. Cuando una trayectoria llega a ese punto, se abrazan las causas correctas y a la vez se predica, una escuela donde Bono dicta cátedra. En su reciente paso por el Movistar Arena, J Balvin remarcó la importancia de los sueños, la misma motivación del universo Disney. Con ese guión, los narcos son una realidad horrible que merece soslayo, pero la historia no coincide con J Balvin. Los bajos fondos y los territorios ajenos a la ley siempre han sido motivos para el arte con resultados grandiosos. Caravaggio (1593-1610) era genial pintando oscuras escenas cargadas de pobreza y violencia, y él mismo ejerció violencia sanguinaria toda su vida, y así mismo en la música popular existen subgéneros que reflejan los márgenes de la sociedad. Paradigma, los narcorridos, banda sonora de los traficantes entre México y EE.UU. convertidos en una crónica de cuanto ocurre con capos y bandas rivales, un retazo de tradición juglaresca tal como lo explica la columnista Marisa Pineda esta semana en debate.com.mx. "Ahí, al alcance de todos los que estén dispuestos a escuchar con atención, se informa de alianzas, traiciones, aprehensiones, fugas, venganzas, los hechos y las pasiones presentadas con lujo de detalles".
La música country también contiene vetas identificadas con engaños, peleas, robos y asesinatos. En esta última categoría hay joyas como Goodbye Earl (1999) de Dixie Chicks, el relato de una mujer que junto a una amiga asesina a su marido abusador; Cedartown, Georgia (1971) de Waylon Jennings, sobre el homicidio de una pareja; y Red headed stranger (1975), álbum conceptual de Willie Nelson con la historia de un fugitivo que arrastra la muerte de su esposa y amante.
La relación más vistosa entre música y glorificación del delito se consuma en el hip hop, manifestación musical de la marginalidad urbana que inquietó a las autoridades cuando el rap pandillero de N.W.A. cautivó a la juventud blanca. Como dijo Greg Kot, crítico musical de Chicago Tribune sobre el debut del grupo, "el gangsta rap obligó a Estados Unidos a enfrentar los problemas en sus guetos, y sus realidades fueron impactantes cuando se presentaron de manera tan explícita en una grabación codiciada por adolescentes suburbanos blancos".
El dancehall, poderosa rama derivada del reggae, también preocupa a la policía jamaicana por su abierta relación con el mundo delictivo, al punto de encargar un estudio hace un par de años para determinar los nexos entre las letras del género y el crimen. El tango argentino ha expresado la vida de los guapos mediante el lunfardo y así también sufrió una curiosa prohibición en los años 40 con un prelado a cargo de censurar versos. En Chile cuecas bravas como El Chute Alberto de Roberto Parra ejemplifica el link entre arte popular y criminalidad: "Lo mataron por lonyi, por aniña'o, no dijo ni hasta luego y se jue corta'o". Otro clásico, La Corina Rojas, aborda un bullado asesinato en Santiago en 1916, donde una mujer mata a su marido y es condenada a muerte con una letra que compadece a la victimaria: "Tengo pena, tengo rabia (...) porque a la Corina Rojas, la quieren fusilar".
Es cierto que llegamos a un punto donde los criminales ligados a las drogas adquieren glamour por la cultura pop, banalizando sus actos a través de la ostentación material. A la vez es difícil sino imposible exigir que el arte se resista a encontrar inspiración donde sea. El tipo de reggaetoneros que desprecia J Balvin se motivan por el entorno, así como Caravaggio salía a las calles y pintaba lo que veía. No se trata del mismo talento, claro está. Pero el acto es el mismo.