Resulta un poco inevitable comenzar un texto acerca de Entre hombres —la primera novela del argentino Germán Maggiori (1973)— describiendo, cómo no, el inicio del libro, que es realmente brutal: dos travestis y una joven prostituta llegan a un departamento lujoso de Buenos Aires donde la están esperando tres hombres. Ellas no saben quiénes son, tampoco sus nombres, menos a qué se dedican, pero entran al departamento y se entregan a una orgía monumental, en la que el alcohol y la cocaína corren de manera salvaje. Se forman parejas, después se intercambian, las drogas hacen sus efectos. Detrás de un espejo, hay una cámara grabando todo la orgía, pero eso, en aquel momento, no lo sabe ninguno de los implicados. Están entregados a la fiesta y el placer cuando la joven prostituta sufre un infarto y, entonces, los hombres vuelven a la realidad, los tres hombres: un senador de la República de Argentina, un juez federal y un banquero.

El cuerpo está ahí tirado, los travestis lo intentan reanimar —inútilmente– y los hombres están consternados. Lo único que atinan a hacer es entregarles un fajo de billetes y pedirles que se vayan, que desaparezcan, que se lleven el cuerpo de la prostituta. Los travestis obedecen y salen del departamento.

La cámara escondida tras el espejo no ha dejado de filmar en ningún momento.

Lo que sigue en Entre hombres –reeditada en nuestro país por Estruendomudo— es un viaje delirante por una Buenos Aires violenta, la de los 90, la que estaba a un paso del desborde, que ocurriría finalmente en diciembre de 2001 cuando estalló la crisis.

Un policial negrísimo que no suelta en ningún momento al lector y que se publicó, justamente, en ese caótico 2001 argentino, por lo que la novela pasó prácticamente inadvertida. Sin embargo, también, se fue convirtiendo poco a poco en una contraseña entre lectores, es decir, en un libro de culto.

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La historia dice que el 12 de mayo de 2001 se falló el premio del concurso internacional de novela La Resistencia, en México, dotado con 20.000 dólares y la publicación de la obra en Alfaguara. El ganador: un joven y desconocido escritor argentino: Germán Maggiori (1971) con su novela Entre hombres. El jurado estuvo compuesto por cinco miembros, entre los que estaban Juan Villoro, Alberto Fuguet y Rodrigo Rey Rosa.

La novela se publicó unos meses después y circuló, lamentablemente, muy poco, pues Argentina ya estaba sumida en una crisis social, política y económica irremediable. En ese contexto, la novela de Maggiori no encontró toda la resonancia que se merecía y el libro desapareció de las librerías y terminó en saldos, y así, en esa vida relegada fue encontrando lectores que la recomendaban de boca en boca, con entusiasmo, pues era un policial que permitía entender, perfectamente, todo eso que estaba ocurriendo en las calles: el descalabro social y económico, la debacle política, aquella atmósfera oscura y chata que cubría todo.

La novela empezaba con esa orgía y, entonces, se adentraba en un mundo de miserias, de policías y ladrones, de políticos corruptos, de una sociedad podrida, y de un grupo de personajes que va en busca de aquella cámara que filmó toda esa fiesta maldita, pues de un momento a otro desapareció.

"Entre hombres" volvería a circular en librerías en 2013, cuando la editorial Edhasa la reeditó en Argentina y el año pasado, Estruendomudo la publicó en nuestro país, donde empieza a encontrar, por fin, a sus lectores.

En estos años Germán Maggiori ha publicado otro libro de cuentos y otra novela, mientras sigue ejerciendo su profesión: odontología. Además, hace un tiempo recibió un regalo que cualquier lector desearía con su vida: poco antes de morir, Ricardo Piglia –quien era su tío— le regaló su biblioteca.

Por estos días, Germán Maggiori estará en Chile, pues es uno de los invitados internacionales de la Feria Internacional del Libro de Santiago. Este sábado 27 presentará en Filsa Entre hombres junto a los escritores chilenos Carolina Melys y Pablo Toro (Sala Camilo Mori, a las 19:00 hrs) y el domingo 28 participará de la mesa "Policiales y novela negra en el cono sur" junto a los escritores chilenos Valeria Vargas y Boris Quercia; modera Daniel Hidalgo (Foro del autor, a las 18:00 hrs).

—Una de las cosas más impactantes de Entre hombres es la intensidad y la vertiginosidad con que se narra la historia. ¿La escritura de la novela fue así de vertiginosa e intensa, también? ¿Qué es lo que más recuerdas de esos días de escritura?

—Yo diría que la escritura recupera el vértigo y la adrenalina con los que había vivido antes de escribirla, recupera esa sensación de desboque con la que algunos transitamos los 90 en la Argentina. El vértigo estaba ya en el contexto político y social, junto con la violencia. Al principio me costó trabajo encontrar ese registro, o trasladar ese registro de la realidad a la ficción. Me acuerdo que empecé por lo que tenía más cerca, los personajes del Club Amigos del Fernet, que estaban compuestos a partir de mis amigos de entonces. Una vez que pude darles una voz a ellos lo demás fue más sencillo, había encontrado un tono, un ritmo, lo que necesitaba para articular esas voces era una trama y, naturalmente, la encontré en el género policial.

Entre hombres se adelantó varios años a una tendencia que ahora nos resulta mucho más familiar: la idea del policial latinoamericano que nos permite entrar en una realidad compleja; un género perfecto para abordar ciertas miserias políticas de nuestros países. Ahora es algo que uno puede encontrar en varios autores de tu edad y más jóvenes, pero me parece que Entre hombres se adelantó a eso. ¿Cómo era tu vínculo, entonces, con el género policial? ¿Por dónde venían los referentes que guiaron la escritura de la novela?

—En casa había muchos policiales, mi viejo era fanático. A él le gustaba mucho Chandler y Hammet y me contagió entonces ese entusiasmo. Me acuerdo particularmente de dos colecciones que había en la biblioteca, la de Novela negra de Bruguera, que era del principio de los 80, donde leí a Chester Himes, Horace McCoy y Ross Macdonald, y la otra era la colección Sol Negro que editó Edhasa a fines de los 80 o principio de los 90, de ahí me gustaba mucho Bret Halliday, y una novela de Robert Upton que se llama El huevo de Fabergé, pero era toda la colección muy pareja y muy atípica porque eran autores desconocidos en Argentina. Más tarde, en los 90, me traje de un viaje a New York varias novelas de Jim Thompson de una colección de bolsillo que publicaba por entonces Black Lizard. Fue un hallazgo doble, porque en uno de los títulos, Head the thunder, venía un prólogo de James Ellroy que me pareció perfecto, y que después me llevó a comprar su novela América cuando apareció en el noventa y seis. Entre hombres es un poco la expresión de todo ese recorrido.

—¿Te costó mucho dar con el lenguaje que encontramos en la novela? Te lo pregunto porque es interesante ese trabajo en particular, pues transitas por una escritura muy punzante y a la vez logras captar una lengua argentina más barriobajera –por denominarla de algún modo-, y la novela avanza en esa oscilación, donde se nota un oído muy fino y además un tono que te permite narrar toda esa violencia que se desborda en la novela. ¿Fue el lenguaje un elemento que trabajaste mucho?

—Como dije antes, previo a la escritura había pasado una etapa en la que vivía medio como un salvaje, en esa época me interesaba más tener a mano ese mundo marginal, entrar y salir de ahí, digamos, y no pensaba tanto en la mejor forma de trasladar esa experiencia y registrarla en una ficción. A mí me dio buen resultado esa estrategia, que para algunos puede ser mortífera. En mi caso, entonces, hubo una búsqueda de experiencia en paralelo a la búsqueda de un perfil de lectura. Busqué una vida, diría, y un canon de autores, como si fueran la banda sonora, la música que acompañaba esa vida. Y recién bastante después, hacia el interior de esa vida medio freak que me había inventado, empezó a aparecer el estilo, el sesgo de la pluma.

—Claro, y ahí, me imagino, inevitablemente también estaba presente todo el tiempo la lengua y sus complejidades.

—Sí. En cuanto al uso de la lengua, fue desde luego algo que tuve que trabajar mucho. Mi referencia en ese sentido era Arlt, que fue quien cambió la literatura de mi país justamente porque cambió la lengua de esa literatura. Hasta Arlt la lengua literaria era lo que Tinianov llamaba la lengua dominante, el castellano barroco de Lugones por ejemplo. Arlt es el primero en hacer un uso literario genuino, no paródico, de la lengua subordinada, en registrar ese cambio de lengua que se venía dando a partir de la llegada de los inmigrantes. Entonces, cuando escribí la novela, me pareció que ese podía ser un elemento que diferenciara el texto de cierta pasteurización de la lengua que yo percibía, sobretodo en esos años en que por la paridad peso-dólar se había producido una inundación en el mercado del libro de traducciones españolas insufribles, y también porque no encontraba en los autores de entonces un reflejo literario de esa lengua callejera que a mí tanto me atraía.

—Para esta reedición de la novela (que tengo entendido es la misma de Edhasa), ¿volviste a leerla? Y si es así: ¿cómo fue esa experiencia? ¿Qué es lo que más te sorprendió?

—Después de que se publicó originalmente en el 2001 no volví a leerla completa hasta que Edhasa la reeditó en 2013. Al contrario de lo que me esperaba, fue una experiencia grata. Más allá de tener que refrenar la pulsión, o compulsión, que todos tenemos a corregir y ajustar un texto, al leerla me volví a encontrar con la pasión y agitación que me acompañaron al momento de escribirla. Eso que a veces me pasa también cuando releo algún libro que para mí es significativo, el hecho de volver a experimentar la situación de lectura original, recuperar el placer de esa lectura, me pasó desde otro lado, al volver a leerla recuperé el placer que me suscitó la escritura. Creo que en ese efecto proustiano está el poder adictivo que tiene para mí la literatura.

—Creo que varias lecturas han resaltado lo cinematográfico de la novela. Y tengo entendido que la van a adaptar como serie de televisión, ¿no? ¿En qué va ese proceso?

—Sí, es así. Ya está bastante avanzado, hice la adaptación y trabajé también en los guiones, pero no puedo anticipar mucho más hasta que la compañía que está desarrollando el proyecto haga el anuncio.

—Tengo entendido que tú te quedaste a cargo de la biblioteca de Ricardo Piglia. ¿Eso es así? ¿Hay algún proyecto de qué ocurrirá con ella?

—Sí, en 2016 Ricardo tuvo que desprenderse del estudio donde tenía su biblioteca. Él estaba bastante limitado físicamente por la enfermedad que padecía (ELA) y ya no podía usarlo. Entonces me llamó Beba, su esposa, diciéndome que Ricardo no quería que sus libros se dispersaran, quería regalarme la biblioteca y que la trasladara a mi casa de Adrogué. Fue muy impactante para mí por todo lo que implica esa biblioteca, y muy estresante también la mudanza; me pasé meses remodelando los estantes para adaptarlos a la nueva altura de los techos de la casa  y ordenando los libros y las revistas en las tres habitaciones que hoy ocupan. Me acuerdo que ni bien Beba me comunicó la decisión de Ricardo, fui a verlo y ahí me contó que esa noche había soñado conmigo. En el sueño, como en la realidad, él me regalaba sus libros, pero en el sueño los libros eran nuevos, volvían a estar nuevos, me dijo. Eso me ayudó a aceptarlos, porque sentí que su intención era despojar a esos libros de toda la carga mítica que yo les asignaba, con ese gesto los liberaba de cualquier condicionamiento y me habilitaba a tener con ellos una experiencia nueva y personal de lectura.