Chris Martin se puso blanco. Más blanco de lo que ya era esa tarde del 13 de febrero de 2007. Sentado en el lobby del Hyatt, y escoltado por el guitarrista John Buckland, el líder de Coldplay pide que le repitan el cálculo que indica que la entrada más cara para sus primeros shows en Chile (esas tres presentaciones que comenzarían un día después en el Espacio Riesco) equivalían al salario mínimo del país en ese entonces.
Está impactado, o eso parece, y quiere saber más.
Pregunta por el lugar donde van a tocar y si es que está en una zona "adinerada de la ciudad". Y finalmente, en la consulta más reveladora de este improvisado diálogo, inquiere en voz baja sobre el lugar en que había tocado U2 en febrero del año anterior. Una vez enterado de que sus conciertos se iban a realizar en un centro de eventos y que el conjunto de Bono ya sumaba hasta ese momento dos multitudinarias presentaciones en el Estadio Nacional, "el mayor recinto del país", según se le informó, Martin suspira, recupera los pocos colores de su cara y termina la conversación ofreciendo una "agua mineral o lo que quieras" como recompensa por la información recabada.
A ocho años de su debut en Santiago, el líder del cuarteto británico que ha vendido más de 80 millones de copias en los últimos 15 años, regresa con los precios más asequibles que se hayan comercializado en el último tiempo para algún show en el coloso ñuñoíno y, muy probablemente, con la ambición intacta, todavía viva, de suceder en el trono del rock mundial al cuarteto de "With or without you".
Con nuevo disco bajo el brazo —el recién editado A head full of dreams— y más de esos himnos optimistas destinados a animarle la vida a la generación del iPhone, el grupo aterriza con más camino recorrido y ventas expresivas, como las de ayer con 22 mil entradas vendidas en tres horas para su show del próximo domingo 3 de abril. Pero la vuelta, más allá de las cifras (exigencia mínima para una banda de su reputación comercial), también se concreta con las mismas dudas respecto de su real peso específico.
A Coldplay le está pasando lo que le pasa a las agrupaciones que no logran cumplir con las altas expectativas que en algún momento se cifraron sobre ellas: que terminan adormecidas en su propia marca. Que esperan sentadas a que crezca su nombre sólo porque tuvieron un par de discos súper ventas —como X&Y (2005) y Viva la vida or Death and all his friends (2008)—, cuando aún les falta mucho por recorrer. Sobre todo en lo que importa, que es la creación. El crecimiento artístico y no el promedio de ventas, como las de ayer en Chile, o el listado de descargas.
Coldplay viene desde hace una década publicando prácticamente el mismo disco y no hay señales claras de que su último registro, el que los trae de vuelta a Chile y al lugar donde siempre quisieron tocar y con los precios indicados, altere la percepción profunda de que la banda de Chris Martin seguirá más preocupada de la forma que del fondo.