John Cheever nunca terminó el colegio. Fue expulsado cuando lo sorprendieron fumando. Del incidente escribió un cuento ("Expelled") que vendió al periódico New Republic. Seguiría siendo su forma de ganarse la vida durante décadas junto con salir a recorrer los barrios y capturar los encantos y desilusiones de la clase media estadounidense. Luego de escribir, con una prosa corrosiva, enviaba sus ficciones a revistas como Atlantic y The New Yorker, que lo convirtió en un autor más de la casa. Por eso sería llamado "el Chéjov de los suburbios".

Fallecido en 1982, Cheever dejó una narrativa notable. Pero no menos interesantes son sus Diarios, uno de los principales anuncios que hizo a comienzos de año Penguin Random House, recientemente editados con prólogo de su hijo, Benjamin H. Cheever, y notas —y una necesaria cronología— de Rodrigo Fresán.

Precisamente después de la muerte del hombre de Bullet Park, Benjamin y sus hermanos encontraron veintinueve cuadernos que contenían más de tres millones de palabras, según el cálculo de Robert Gottlieb, quien editó una selección de casi quinientas páginas traducidas por Daniel Zadunaisky.

Interrumpidos por la aparición de un tumor en el riñón derecho, los Diarios de Cheever configuran una aguda biografía del autor de Los Wapshot, más allá de su manida imagen de señor habitante de una antigua propiedad rural criando perros de caza, y vislumbran los materiales de su escritura.

Casi cotidianamente, durante cuarenta años, sobrio o borracho, desesperado o feliz, Cheever se sentaba frente a la máquina de escribir para anotar en su diario. Un volumen que acaba de llegar a las librerías chilenas y que comienza así:

En la madurez hay misterio, hay confusión. Lo que más hallo en este momento es una suerte de soledad. La belleza misma del mundo visible parece derrumbarse, sí, incluso el amor. Creo que ha habido un paso en falso, un viraje equivocado, pero no sé cuándo sucedió ni tengo esperanza de encontrarlo.

Avergonzado, secreto, abatido

Leer los diarios de Cheever es una experiencia arrebatadora. Su figura como escritor y su obra conocida y celebrada adquieren una profundidad nueva tras una lectura atenta, donde vislumbramos los manantiales secretos de su inspiración: el peso terrible de la vergüenza, el remordimiento y la culpa, la sensación permanente de sentirse un extranjero, así como la impostura, los secretos y el pozo negro del alcohol —era adicto al whisky y el ginebra—.

Cheever, por así decirlo, no teme poner al descubierto sus sombras, sus contradicciones y sus inseguridades.

Aparecen en Diarios no solo el hombre angustiado y avergonzado por sus impulsos bisexuales, el mismo que luego, durante sus últimos años, disfrutó con desenvoltura del amor de otros hombres jóvenes; también encontramos al padre que celebra la maravilla de una mañana luminosa o un paseo por el bosque junto a uno de sus hijos.

Básicamente, lo que vemos es un panorama citadino de dolor, violencia y derrota, que surge desde cada ángulo de las tensiones de la vida doméstica. Incluso consigo mismo, como revela otro pasaje sin fechar, compuesto como la mayoría de manera directa, intermitente y genial:

A medida que me acerco a los cuarenta sin haber conseguido ninguno de los objetivos que me había propuesto, sin haber alcanzado la profunda creatividad —por la que me he esforzado durante años—, siento que adopto una posición menor, oscura, mediocre, que no es mi destino pero sí culpa mía, como si en algún momento me hubiera faltado el ingenio y el valor para ajustarme de modo competente a las formas que tenía a mano.

"Cuando [mi padre] empezó a escribir estos diarios no pensaba en publicarlos. Eran material de trabajo para sus obras de ficción. Y eran asimismo material de trabajo para su vida", escribe su hijo Benjamin en el prólogo de un libro necesario para comprender la cosmovisión del autor de ¡Oh, esto parece el paraíso!

Uno que concluye su escritura casi de improviso, abatido por la enfermedad, con una entrada sin fechar que acaba siendo como una despedida:

Me arranco la ropa, la dejo amontonada en el suelo, apago la luz, y caigo en la cama.