A sus 43 años, se podría decir que la obra del escritor detrás de títulos como Formas de volver a casa (Anagrama, 2011) o Mis documentos (Anagrama, 2014), ha sido una cadena de errores exitosos. Al igual que Artl, Joyce o Thompson, que entre probar y equivocarse, terminaron por formar un extenso legado literario, Alejandro Zambra tuvo la misma "suerte", por decirlo de alguna forma.

Fue así, en el desarrollo de su tercer libro de poemas que Zambra, sin estar a gusto con su obligaciones como periodista cultural y la poesía que estaba llevando al papel, escribió una novela corta que torció su destino. Bonsái (Anagrama, 2006), una novela romántica que en sus primeras líneas detalla el argumento central de la historia, llevó al escritor a un status que él desconocía.

El periodista, a más de una década de haber publicado la obra de 95 páginas, demostró que había otras formas de contar historias. Desde su nueva vida en Ciudad de México conversó con Infobae y repasó su obra narrativa y poética, sobretodo tras su cambio de país de residencia y su rol de padre. Actualmente está decidido a terminar una nueva novela.

–El libro como objeto y materialidad ha sido uno de tus temas a lo largo de tu obra. Incluso se habla de que trabajabas un libro –más bien un ensayo- sobre bibliotecas. ¿Es así? ¿Cómo va ese proyecto? ¿Y de qué forma manejaste el tema "biblioteca" en estas últimas mudanzas?

-Al venirme a México lo doné todo a una biblioteca. Bueno, no todo-todo, me traje un puñado de libros, la mayoría de poesía chilena y de narrativa argentina. Y los libros de mis amigos, que son muchos (los libros y los amigos) y que para mí pertenecen a un género literario aparte. Ese proyecto al que aludes se llama Cementerios personales y está casi listo, pero hay dos o tres relatos que quiero revisar y tal vez reescribir dentro de unos meses, no sé muy bien por qué. Igual no es un libro de ensayos, son más bien relatos que parten de un pretexto común. Pero creo que antes voy a publicar una novela que estoy corrigiendo por estos días.

–Empezaste como poeta y ahora estás volcado decididamente hacia otros géneros. ¿Qué relación tienes con la poesía en la actualidad, desde el aspecto que quieras contar?

-Escribo poemas malos religiosamente. Y leo poemas buenos religiosamente. Y ahí me crié, en la poesía chilena, esa es mi comunidad de origen, buena parte de mis amigos son poetas. Y acabo de escribir una novela de la que por superstición no quiero decir ni media palabra pero sí puedo contarte que se llama Poeta chileno.

–Ahora eres padre. ¿De qué manera modificó tu escritura esta nueva realidad? ¿Y tu sistema de trabajo?

-Me cuesta formularlo, porque la felicidad es difícil de formular. Es una felicidad que no anula el escepticismo, me gustaría poder describirla. No creo que haya experiencias totalmente individuales o solamente familiares. Lo personal es colectivo, cada vez más colectivo, y viene un tiempo hermoso de preguntas y desafíos inmensos. Tengo el privilegio de pasar mucho tiempo con mi hijo. Me levanto cuando él despierta, a las seis y media, a las nueve subo a un cuartito en la azotea y escribo hasta las dos o tres de la tarde. Antes escribía de noche, pero ahora a las diez estoy cagado de sueño.

–Después de varios libros, ¿qué significa la literatura y la escritura para ti?

-Una forma de estar en el mundo, que es más o menos lo que siempre fue. O sea, en algún minuto de la infancia escribir se convirtió en un hábito. No en un propósito, sino en un hábito. Y después, quizás como a los veinticinco, me aferré a ese hábito. Quise ser o hacer otras cosas, que no me resultaron. Supongo que soy escritor porque fracasé en todo lo demás.

–Vivir lejos del país y tierra de origen, ¿tiene algún significado/sentido para ti?

-Radicarme en México no fue tan a propósito. Es la primera vez que estoy afuera sin pasaje de vuelta y tiene muchos sentidos, todos medio escurridizos. Vivir afuera no era un fin en sí mismo. Me enamoré de una mexicana y decidimos vivir acá. No tengo idea si voy a volver Chile. Tengo presente Chile todo el tiempo, todos los días. Lo veo, lo comparo, lo extraño. Comparar países es inútil o falsamente útil, pero lo hago a cada rato. Trato de entender esta nueva distancia, aprovecharla para mirar mejor mi país, pero a veces siento que lo estoy perdiendo. No que estoy perdido, porque creo que pocas veces he estado menos perdido que ahora, pero sí me viene una nostalgia que nunca antes había sentido. Y trato de conservar el acento, lo que por lo demás es bastante ridículo, porque vivo hace ya dos años en chilango. Tal vez aspiro a ser chilengo.