Ya con varios años de Netflix en el cuerpo, capto que tal vez lo que realmente me interesa de este gigante omnipresente son sus producciones -originales o cooptadas- de autoayuda. Quizás no las rotulan así, pero es lo que son: remezclan los realities, las docuseries, el clásico programa de recetas, el denigrado informercial de Sodimac, el documental cool y el magazine digital de élite para las masas, con algo (con mucho) de porno (porno, en el sentido de ver más de lo necesario; porno, porque no es real; porno, porque se mira pero pocas veces se toca; porno, porque está hecha con el fin de excitar, fantasear, incitar). Programas de casas, de comida, de moda, de diseño, de ropa en cajas y barbas retocadas y martinis secos y pesto de almendras y tomates caramelizados. En estos programas no se compite, aunque quizás sí: la competencia es existencial y el rival es uno mismo (el protagonista compite consigo mismo; es él o ella con quien uno debe empatizar). La idea es sacar lo mejor de sí mismos.

Donde Netflix brilla es cuando ingresa al hogar para rearmarlo, cuando husmea en las cocinas del mundo, en restoranes o en casas, no para robar recetas secretas, sino para saquear sabiduría (de) vida. Cuando no está interesada en narrar la salida del closet de un tipo, sino en limpiarle ese armario y empoderarlo con ropa que lo haga verse tan seguro como los CEO que le tienen miedo a los desnudos en Instagram. Netflix mira estas áreas que antes estaban relegadas a los matinales o a "la franja para dueñas de casa" y las ha llenado con una mirada liberal y de élite culta y gay friendly. Viendo estos programas he aprendido mucho: menos es más; lo más importante de una casa son la cocina y el baño; sin buena luz nada vale; quien es desordenado, tiene cajas no desembaladas en su inconsciente; una pizza barata puede ser tan gourmet como un tartar de atún. Hace unos años, HBO creó una obra maestra llamada In treatment, acerca del arte de escuchar: la idea de que todo trauma -o rollo, o miedo- se desanuda hablándole a un terapeuta como el gran Gabriel Byrne. Era ficción. Eso ya no sirve, o quizás es muy lento: unos buenos lentes, mousse en el pelo, crema humectante para paliar la sequedad que produce el estrés. El amor y las caricias curan, pero un litro de aceite de oliva tiene cualidades mágicas, lo mismo que ciertos cubrecamas, sofás, chales. ¿Es esto consumismo disfrazado o hay algo de verdad en comer mejor, ser más ordenado, viajar? Uno debe ser abierto, empático, diverso, por dentro y por fuera.

Entre todas estas series, figuran la ultra snob pero adictiva e indispensable Chef´s table (el chef como el nuevo artista; la idea de que nadie que no asuma su origen puede triunfar); Abstract (el gran diseño es invisible, lo simple es siempre caro, lo feo es señal de desproljidad); la ya clásica Queer eye, que ha exorcizado la idea del fashion emergency y ha subrayado el concepto de que, más que un make-over, más que algo superficial, acá estamos renovando el interior. Queer eye es acaso el programa más anti-Trump, el más pro-Beto Ortiz, el trozo de propaganda gay y liberal y pro-diversidad más perfecto del mundo. Es, además, la serie que saca más lágrimas al presentar a cinco homoseuxales expertos (aunque lo gay es lo que menos define a estos hombres educados, viajados, adictos al pinot noir, de clase media-alta y menores de 35) que ayudan a los pobres, en varios sentidos, del interior y de la provincia a renacer y a exfoliarse.

Otras que sigo: la inglesa Grand designs (la más elegante y fascinante de todas; una familia que construye su casa es más potente que una que solo arrienda); la feminista y cosmopolita Sal, grasa, ácido, calor; la combativa Ugly delicious, una serie de autor del chef David Chang, donde predica la fusión y canaliza todo lo que sembró Anthony Bourdain; Quédate aquí (acerca del sueño de tener un Airbnb). Y, por cierto, el tsunami cultural de la temporada: ¡A ordenar con Marie Kondo! (qué puede decirse que no se haya escrito; aunque hay algo: Kondo podría ser presidenta; en una era de #Metoo, marchas y empoderamientos, Marie Kondo cree en un mundo asexual, sin erotismo, con sostenes y calcetines -no tantos, pero al menos ordenados- y los libros necesarios para no estorbar).

Netflix apostó a una necesidad y en todos estos programas hay más sociólogos mirando que guionistas tramando. Netflix partió más como distribuidor de contenidos, pero al final está cosechando triunfos sociales y de audiencia con algo cercano a la no ficción o a la investigación sociológica. No está interesado en que uno mire y trague historias; desea, al final, que te mires a ti mismo y luego decidas, compres, llores, llames, dones tus jeans viejos o votes por un mundo más eco, más delgado, más diseñado.