"Si Meshuggah te puede hacer llorar tienes que ser un tipo duro". Palabra de Mike Patton, fan reconocido de la banda sueca de metal extremo que esta noche de viernes en el primero de dos shows en el teatro Coliseo a metros de La Moneda, no deja gente llorando precisamente sino satisfecha ante la tercera visita del grupo respetado por la crítica, huestes metaleras con oídos más abiertos, e incluso académicos. La obra de Meshuggah ha sido analizada en la universidad de California y en la reputada escuela Berklee de Boston, por la retorcida manera de agrupar patrones rítmicos que oficialmente se seccionan en la tradicional métrica rockera de 4/4. Sin embargo la subdivisión de los riffs altera la cifra provocando la sensación de escuchar en simultáneo más de un tema en composiciones que además prescinden casi por completo de un concepto tradicional de melodía o algo parecido a un coro.

A esa pericia, lo siguiente. En Meshuggah, donde el guitarrista líder Fredrik Thordendal trabaja con un amplificador manufacturado con partes de un caza soviético MiG 25, el sonido alcanza ribetes espesos y demoledores cortesía de guitarras de ocho cuerdas que ha dado origen a un género que se adjudica al grupo, el djent.

Los elementos configuran un ataque multisensorial donde además la sincronización de una parte de las luces sigue milimétricamente la endemoniada trama en doble pedal del baterista Tomas Haake, principal responsable de esta cualidad disociada inherente a Meshuggah ("él es como Shiva" según Thordendal), mientras la espesura sónica semeja gigantescas olas que arremeten contra la costa donde el público es la orilla.

La gente reacciona de tres maneras: a) la masa contempla al grupo disfrutando del ensamble técnico y sónico. b) salta, gira y empuja repitiendo la vieja tradición de convertir la pista en una centrífuga de cuerpos sudorosos. c) cabecean, se dejan llevar, finalmente bailan.

Entre toda esa matemática conjurada en riffs entrecortados y relatos de un futuro deshumanizado mediante la tecnología (por cierto los detractores de Meshuggah los suelen tildar de fríos), fluye un groove que combinan desde los 90 cuando ese ingrediente se integró a la paleta del género.

El grupo que suele distanciar sus lanzamientos todavía promociona de The violent sleep of reason (2016), título tomado de un cuadro de Goya conocido como The sleep of reason produces monsters. Aún así la gira trae una novedad tras el Caupolicán en 2012 y el festival Rock Out en 2016. El guitarrista Per Nilsson reemplaza a Thordendal, dedicado a otros proyectos. Nilsson le da una dinámica distinta al conjunto que suele plantarse en sus puestos como si se tratara de estaciones de trabajo. Él no. Se mueve, cabecea, aleona al público y contagia al guitarrista Mårten Hagström y el bajista Dick Lövgren a intercambiar puestos mientras el vocalista Jens Kidman sigue semejando una gárgola de gutural bramido.

Tras "Pravus", cuyo pulso parece un código Morse interpretado por el motor de un caza de la II Guerra Mundial seguida de "Born in dissonance", hubo un bache técnico que una parte del público encajó a punta de chistes exigiendo improvisaciones a Meshuggah, una paradoja para una banda donde reina la matemática y el cálculo.

Retomaron con "The Hurt that find you first" y su brillante cierre calmo y tribal para continuar con "Rational gaze", una de las canciones donde la gente se puso a bailar. Una antigua, la histérica "Future breed machine" de Destroy erase improve (1995), desató la locura. "Stengah" y "Straws pulled at random" de Nothing (2002) contagiaron más cadencia y cabeceo.

Hacia el final antes del bis, "Clockworks" reiteró la categoría fuera de serie del batero Tomas Haake quien además es el principal letrista. Su precisión y rigor colinda con un extraño relajo, como si no fuera particularmente compleja su tarea polirítmica.

Tras la pausa los suecos reservaron lo más parecido a los hits en un material de nicho: la épica "Lethargica" y "Bleed", ese monumento al doble pedal fraccionado, ambas de ObZen (2008). "Demiurge" de Koloss (2012) cerró un show equilibrado entre el fervor del debut en el teatro de San Diego hace siete años y la actitud contemplativa del público posteriormente en Rock out. Ahora hubo espacio para disfrutes diversos de una banda acostumbrada a los términos propios y marcar puntos aparte.