Black Waters City de Américo Reyes: la invención de un pueblo
Los 25 poetas antologados en esta obra, heterogéneos en sus neurosis como en sus poéticas —acaso una prolongación o sublimación de las primeras— deambulan por los intersticios de un pueblo lúbrico e infernal.
"Yo no sabía que las ciudades tenían puertas en las que se entrecruzaban —yendo o viniendo— el sosiego y la cólera, el cahuín sarmentoso, el chisme de zapa y el sub-chisme", apunta el poeta Orlando Guti (1958), uno de los 25 autores de este enjundioso compendio, "historias de revolcón y calumnias a contrapelo, violentos prejuicios —y lánguidos—, expedientes de esto y aquello, hasta que nací en Black Waters City en su noviembre respectivo del año milchorrocientos". Como si de una calculada mezcla entre Patterson y Pelotillehue se tratase, Black Waters City (Antología poética) viene a pesquisar, en clave parodia y con agudísimo humor e inteligencia, algunas prácticas frecuentes del fascinante mundo de la poesía chilena.
Me explico.
En primer lugar, el afán antologador, que a través de sucesivas generaciones ha operado como un ejercicio de demarcación geo-política, consolidación de patotas, radiografía generacional o melomanía, es parodiado en un doble sentido: primero, como una imitación irónica de la nunca bien ponderada Antología de poetas de La Comuna de Turno, que suelen abarrotarse en los saldos o bibliotecas públicas de cuánto pueblo se les ocurra. Para estos efectos, la invención de un territorio imaginario, con sus propios cahuines, envidias, grupúsculos literarios y no tanto, permite que esta antología de poetas se transforme también en una teleserie protagonizada por poetas. O sea, un interesante objeto de interés etológico.
Por otro lado, Américo Reyes Vera, el Américo de carne y hueso que vive en Curicó y no en Black Waters City —para estos efectos: el Autor—, se re-versiona, se corrige, se samplea a sí mismo, como diciendo: "qué tanto". Qué quiero decir con esto: varios de los poemas que aparecen en las voces de singulares poetas como Cristian Jonathan Catrileo, Óscar Barbarroja o Luisín Banana forman parte del currículum vitae escritural del Autor. Del Américo de carne y hueso que, a estas alturas, cuenta con la no despreciable cifra de siete libros de poesía publicados en diversas editoriales. Y para eso —ya lo dijimos, pero qué más da—, se inventa un pueblo: Black Waters City: Ciudad de Aguas Negras. Para el que no lo sabe, y no tiene por qué saberlo, Curicó significa, precisamente: Aguas Negras. Américo, diríamos, re-funda paródicamente su terruño, el territorio, esa variable que nos coloca a muchos en ciudades olvidables y poco glamorosas por el Campo Cultural localizado en la Capital del Reino de Chile. Harina de otro costal, por cierto.
Que el ejercicio de la antología apócrifa, de los heterónimos y toda clase de dobleces del Yo no es nuevo, el Autor lo tiene claro e incluso se sirve de esa suerte de autoconciencia de la obra —el famoso prefijo meta caería de cajón en este caso: nos lo ahorraremos— para agregarle nuevas capas de sentido al ejercicio. En una de las tantas notas al pie, por ejemplo, leemos: "Más fascinantes que su creador, sin duda, terminan siendo los heterónimos de Pessoa, pero ¿se preguntó usted alguna vez cómo fueron concebidos, y para qué? ¿Qué le dice Max Aub y su Jusep Torres Campalans? ¿Y Keith Duncan y su relación con el maulino Mario Verdugo, sus Canciones Gringas…?".
Con una serie de notas al pie y comentarios tanto de los poetas como del antologador, Américo va perfilando un mapa de aquellas obras y autores que se sirvieron de este juego de espejos para crear escritores fantasmas, libros que no existen, vidas imaginarias. La obra, por lo tanto, deja a disposición del lector su estructura, la materia prima o, mejor dicho, los planos con los que se diseñó este Pueblo Inventado. La antología de poesía se transforma, entonces, en un mise en abyme.
Abunda también, cosa poco frecuente la poesía chilena, un humor lúbrico y libidinoso, a ratos trágico cuando es llevado al absurdo, donde parecen mezclarse lo kitsch con la alta poesía de Whitman o el persa Omar Khayyam. Los viudos de Lemebel, apuesto, podrían encontrar en este libro una obra donde esa figura del cola barriobajero se pasea con holgura. Leamos, por ejemplo, estos versos del poema Mi romance de floración:
"Cuando mi madre se transformó
en la dueña de la pensión
y mi padre en el vecino de la pieza, yo no maldije mi suerte.
Y cuando colgué de los pelambres en ícono vencido
y a mis espaldas el barrio se saturaba con frases como:
«se le quema el arroz», «se le chorrea el helado»,
«se le apaga el calefón», «éste abraza para atrás»,
—y otras de majadera índole—
yo mi suerte la ensalcé, de todos modos.
Aunque mi camisa nueva se manchó
con el vino de la siesta,
y mi placer más intenso haya pasado desapercibido,
no por eso dejé de gritar para mis adentros:
¡Viva mi suerte!
Y cuando me tiré en el pajar a descansar de la impureza
de tal o cual jornada, y la única aguja que allí había
se me clavó en el corazón para siempre
—y si bien sobreviví a mi primera derrota
para seguir cayendo
invariablemente en otras nuevas—
continué repitiendo sin parar:
¡Oh gran suerte la mía!"
Aunque lo queer no es el foco principal, y Américo rehúye de ese lugar común que podría ser fácilmente explotable por la academia y los estudios de género —imagino el título de un paper: Resistencia, disidencia e identidad en la poesía de Américo Reyes—, varios poemas y subtextos del libro hacen de esos romances proscritos, ese porno de matorral como lo denominó el poeta Germán Carrasco, su objeto y material de escritura (mención especial al título El flaitecito caliente y otros microcuentos, del escritor Óskar Wil-Fredo, parte de la antología).
En el prólogo del libro, Felipe Moncada, poeta y editor, escribe: "Entonces, ¿qué tipo de texto es el que tiene el lector en sus manos? ¿Novel? ¿Crónica? ¿Híbrido experimental? ¿Metapoesía? ¿Todas las anteriores?". Y remata: "Echémosle tierra de una vez a esa frontera entre los géneros". Américo Reyes, diría sin temor a equivocarme, podría pasearse por cualquier frontera sin remilgos. Del poema sublime al cuentito porno, de la anécdota histórica al cahuín de pasaje. De detective salvaje a inventor de pueblos.
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