Me parece que el lenguaje poético de una época
debe ser el lenguaje corriente enaltecido,
a cualquier grado enaltecido y distinto de sí mismo,
pero no obsoleto.
Gerald Manley Hopkins
La perduración actual de Enrique Lihn se debe tanto a la urgencia de su palabra poética como a la condición afantasmada que su figura personal ha ido adquiriendo. Su poesía, feliz en sus resoluciones y cómplice de la imprevisible sensibilidad del lector —considerado éste en su calidad de individuo secreto e informado—, experimenta hoy un notable recrudecimiento. Quienes la buscan, desean probablemente conjurar con ella la extrañeza de lo circundante. Extrañeza, en su caso, posibilitada por las crispaciones de una lengua hecha de muchas hablas, en la que se reúnen —como en un hervidero, para usar una expresión del propio Lihn— cultismos varios, ripios de la oralidad, descripciones, imágenes, diatribas y rotundas sentencias en ocasiones denegadas a renglón seguido. Lo circundante es lo que este concepto significa aproximadamente para casi todo el mundo: el amor, los viajes, las pasiones, la memoria, la ciudad, los humores, la literatura. En suma, la realidad y sus inmediaciones.
Decía Emerson que al leer los Ensayos de Montaigne podía adivinar, tras las palabras, los ademanes del autor. Lo mismo se podría afirmar de los poemas de Lihn, que siempre encubren la gesticulación, la mueca, la respiración y hasta el silencio. Son poemas, a su modo, dramáticos, y su registro retórico considera desde el monólogo hasta la pieza oratoria, desde la invectiva a las murmuraciones sombrías del enamorado. La intensidad del lenguaje con que Lihn enfrenta cada situación expuesta en los poemas, provoca que tras su lectura quede la sensación de no sólo haber reconocido a una voz lírica, sino más bien de ser cómplice de un sujeto leal a su escepticismo y a su temperamento. Un personaje dispuesto a hablar sin tapujos sobre sí mismo a su manera.
Las grabaciones magnetofónicas atestiguan que Lihn fue un gran lector de sus poemas, el mejor intérprete de su pauta dramática. Consciente de las virtudes de la oralidad, observador insospechado de los viejos actores, experimentaba manifiesta aversión por el estilo recitativo del poeta chileno medio, tan solemne como quejoso e invariable.
En esta poesía, sin embargo, hay un asunto mayor, un modelo de fondo que le proporciona a las palabras el aliento vital: la relación entre viaje y memoria estampada en la escritura como señal equívoca de la realidad. Estos son los motivos permanentes de la escritura de Lihn. El mismo lo ha expresado en sus conversaciones con Pedro Lastra. "El viaje —dice— es un cambio de escenario que corrobora la persistencia del sujeto que viaja (...). El falso recuerdo de la infancia remite al viajero a un presente que sustituye al pasado"*. Luego agrega respecto a su posición ante la escritura: "Yo quisiera rescatar un concepto de la literatura que no excluye los datos de la experiencia. No se trata de la presunción realista de una literatura que sería el reflejo artístico de la realidad objetiva, pero creo que el enrarecimiento de la literaturidad lleva a una literatura (...). Lo que yo he intentado hacer al menos, por mucho que parezca irrealista, es el producto de un cierto enfrentamiento con la situación".
Pero sus trayectos no sólo se limitaron a las investigaciones sobre la aparición de la memoria en el momento de su evocación por escrito, ni a sus desplazamientos territoriales; el lector de esta antología podrá percatarse de otros traslados. Nos referimos a su apropiación sigilosa de diferentes formas poéticas, tradicionales o no. Lihn escribió sonetos, poemas breves, sátiras destemplantes, poemas de largo y profundo aliento, parodias, etcétera. Sus movimientos no buscaban asombrar con virtuosismos, sino más bien estaban ligados estrictamente a la necesidad que dictaminaba cada circunstancia en la que inscribió su verbo. Un ejemplo de esto es lo que le dice a Lastra en el libro citado, sobre su adopción del soneto en París, situación irregular: "Por mi parte —ventajas del inculturalismo—, no empleé el soneto para conmemorar el prestigio histórico de esa forma. Lo hice porque me convenía mostrar la palabra expuesta a esa violencia formal y, en lo esencial, me fundé en un recuerdo generalizado sin ninguna precisión histórico–literaria. Lo natural era que el soneto torturador se erizara de palabrotas locales, de idiotismos o de chilenismos".
Estas observaciones no agotan ni siquiera parcialmente la compleja trama que la obra de Lihn fue armando con los años, desde su primer libro, Nada se escurre, fechado en 1949, hasta Diario de muerte. La poesía es un objeto inasible que nos presenta siempre un territorio de sugerencias huidizas. La poesía de Lihn, por lo demás, es particularmente inasible: la emoción efectiva que produce viene en todo momento distanciada por contradicciones irreductibles, un extenso repertorio de artificios y pretextos, además de un temple muchas veces sarcástico. Si se dirige al espacio y al tiempo del lector, lo hace refractando un pasado y una distancia que no tienen más realidad que la palabra que los proyecta. Jorge Elliot, en el prólogo a La pieza oscura (Universitaria, 1963), se refirió de manera elocuente al sentimiento de filiación que produce la lectura de Lihn. Sus palabras nos restan trabajo a la hora de las explicaciones: "La gran magia de la poesía de Enrique Lihn reside para mí, su lector, no tanto en la 'música de sus ideas', como en el murmullo subterráneo, subjetivo, subsexo, subtancia que la recorre. Nos produce un sobresalto como el rumor que anuncia un temblor y que pasa sin destruir nada, pero que agita el corazón porque nos deja con nuestra mortalidad anudada en el cuello y nuestra carne temblorosa, amarrada a la vida, a la angustia de sus deseos".
Hablamos al principio de la condición afantasmada que ha ido adoptando la figura de Lihn. Han pasado ya diez años desde la noche de su muerte y, no obstante, sigue siendo una referencia viva para lectores y escritores. Hay quienes, incluso, aseguran haberlo visto pasar leyendo por Providencia con Manuel Montt o por el puente Pío Nono (caso curioso: algo parecido sucedió con Huidobro tras su muerte). Simple ilusión óptica o voluntarismo del afecto, el episodio sirve para constatar la permanencia de un poeta que leyó y estimuló a otros poetas, por lo general más jóvenes que él. Sus artículos sobre autores como Juan Luis Martínez, Oscar Hahn, Manuel Silva Acevedo, Rodrigo Lira, Claudio Bertoni o Diego Maquieira comprueban que siempre fue lúcido respecto a la disparidad de voces de las generaciones que intersectaron con la suya. Lihn no fue avaro con sus horas contadas, sino más bien el buen despilfarrador. Esto lo saben sus numerosos amigos, que aún evocan su conversación alternativamente anecdótica e ilustrada. Esos recuerdos multiplicados nos certifican hoy que nunca practicó la "moral del codazo", según la expresión de Carlos Mastronardi, como una forma de instalarse en un sitio cultural.