La noche aún cubre el cielo. La gente se asoma a gotas en las calles, pero la ciudad ya comienza a moverse: los automóviles ocupan las avenidas y el flujo crece en ellas. El ruido del tránsito sube entre los edificios de vidrio de Providencia, y yo atravieso el río por Pedro de Valdivia Norte. La calle luce dormida, suavemente iluminada por sus faroles. Corro con cuidado: hace dos semanas un mal paso y la escasa luz me llevaron al suelo, y me lastimé el orgullo y el tobillo. Antes de las 7.00 llego a los pies del cerro San Cristóbal. La luna brilla en lo alto.

En la entrada hay un grupo de trabajadores del parque; conversan abrigados con parkas y gorros. Por la pendiente baja un corredor con pañuelo al cuello y el rostro empapado en sudor. Está preparando el Maratón de Viña, me cuenta.

El cerro atrae a los que aman sudar. El fin de semana suele llenarse de runners, ciclistas, caminantes, turistas o familias de paseo. En los días de semana, en cambio, pierde esa agitación, y a esta hora es un paraíso para pocos. O para locos: correr por el cerro antes del amanecer encierra un misterioso atractivo.

Subo por la cuesta, entre eucaliptos, peumos y araucarias; el ruido de la ciudad pierde volumen en la misma proporción que sube el de mis latidos. Hace años decidí correr sin música, para escuchar mejor mi respiración y mi entorno. Es como una forma de meditación en movimiento. Y mientras avanzo en solitario y siento cómo aumentan mis pulsaciones, escucho también el canto de algunos pájaros y el sonido de una leve brisa entre el follaje.

Un ciclista pasa a mi lado, más allá del Jardín Japonés. Lucha cuesta arriba y me hace recordar al ciclista más célebre del San Cristóbal. Trasnochado, con la garganta apretada y aún con alcohol en la sangre, el ciclista de Antonio Skármeta pedaleaba con fiereza. Había pasado la noche sin dormir, y luchaba contra el cansancio, contra los rivales y contra el sol que le golpeaba el cuello. Pedaleaba contra sí mismo y, sobre todo, contra la enfermedad de su madre, que parecía morir de dolor en su cama allá abajo. Pero con todo, no se daba por vencido.

El cerro es un sitio magnético. Tal vez sea por el desafío que implica llegar a la cima, porque nos conecta con la naturaleza o simplemente con el silencio, despide una energía invisible. Los primeros habitantes de Santiago lo llamaban Tupahue, o centinela. Y de algún modo aún lo es: sus terrazas son puntos privilegiados para observar la ciudad. Y también el cielo: en 1903 se construyó un observatorio en sus colinas, el que tuvo una vida muy activa en los años 30 y 40 y hoy es Monumento Histórico. En julio pasado el cerro volvió a mirar al espacio, cuando cientos de personas subieron sus laderas provistos de lentes para observar el eclipse de sol.

Alcanzo el Jardín Mapulemu y veo a una pareja de ciclistas que viene desde La Pirámide. Por esa ruta se accede también al cerro Sombrero, y si quieres ir más allá puedes llegar incluso al Carbón, la mayor altura del Parque Metropolitano (1.300 metros). En sus más de 700 hectáreas, el complejo ofrece numerosos senderos que se internan entre laderas y bosques. Si en el Central Park de Nueva York es habitual observar ardillas, acá es posible ver codornices, tordos, liebres y lagartijas.

La silueta de la cordillera comienza a recortarse contra el infinito. Aún no amanece, pero el cielo se aclara. Subo hacia la Plaza Tupahue y por la ladera observo cómo los edificios pierden altura y el mapa de la ciudad se extiende hacia el sur. A mi derecha, un gato (¿un gato?) se ovilla al ingreso de la Plaza Gabriela Mistral. Lo llamo, se escabulle al interior, y no hay niños que lo persigan. Tampoco se forman filas en la estación del teleférico, donde las cabinas de colores dormitan suspendidas de los cables.

La ruta gira hacia la izquierda y se transforma en una recta extensa y empinada. Mis piernas acusan cansancio, pero las sensaciones de la carrera me empujan a continuar. Ahora la vista mira hacia el norte: un vasto campo de casas y edificios de baja altura rodeados de otros cerros. Veo a dos corredores que vienen de regreso y hacen un gesto de saludo al pasar. Los corredores tienen ese hábito: saludan a gente extraña que corre.

Me detengo en el Mirador Hundimiento, la visión es fabulosa y es acaso el último aliento que necesito para alcanzar la cumbre. El camino en esta zona está rodeado de árboles altos que proyectan una sombra larga. Se oyen pequeños ruidos entre las ramas: imagino infinitos ojitos entre las hojas.

Cruzo frente a los puestos de jugos y bebidas que esperan para abrir, y escalo los últimos metros hasta la Virgen.

La tonalidad del cielo cambia. Mi corazón late fuerte por el último esfuerzo. Sonrío. A lo lejos se distinguen las lomas del sur de Santiago. En las calles, las luminarias se apagan, y entre los picos de los Andes la luz se proyecta sobre la ciudad.

Miro la escena unos minutos, recupero el aire y comienzo a bajar.

Para ganar la carrera, el ciclista del San Cristóbal no tocaba los frenos al descender. Yo prefiero irme con calma. Ver el amanecer desde la altura del Tupahue es un premio estupendo.